Me siento esta tarde ante la pantalla de mi ordenador a escribir este artículo que es, probablemente, el que más respeto me ha dado de los pocos que llevo escritos durante mi breve tiempo aquí. Pienso ante la página en blanco que estas columnas mías, para esta cabecera que es mi casa, oscilan entre setecientas y ochocientas palabras y me pregunto aterrorizado por la sensación que me quedará si no cumplo ni siquiera con esa extensión ordinaria, la de cada dos semanas. Me pregunto, también, si sabré transmitirles, queridos lectores, la emoción que realmente tengo dentro cuando pienso en esto que me dispongo a contarles o si, por el contrario, me quedaré corto, pretencioso y dándome demasiadas ínfulas. La cosa es que en apenas unas semanas, antes incluso de que salga mi próximo Desde la trinchera, ya estará subido en plataformas el primer episodio de la nueva temporada de ese viejo y olvidado podcast que acostumbraba a grabar y que, por los derroteros de la vida y un poco de pereza personal, dejé aparcado temporalmente. Ese podcast que es el suyo, oyente/lector, y que en su día se bautizó, no sé si acertadamente, como La Trinchera.
Dice su sintonía, cantada por la estupenda voz de Dean Martin y que, por cierto, fue elegida antes que el propio nombre del programa, eso de que «The sun is sinking in the west / The cattle go down to the stream / The redwing settles in the nest / It’s time for a cowboy to dream». Y ese es el ambiente que tras sus estupendos acordes y estrofas se comienza a respirar en el estudio virtual desde el que se graba. Hay algo de crepúsculo, algo de nostalgia, algo de ser cada uno de su padre y de su madre, algo de sentarse entre amigos (un rifle, un pony y uno mismo) y hacer balance de esas cosas que, precisamente por no tener demasiada importancia, son las que más importan en la vida. Me gusta pensar (no me quiten la ilusión) que La Trinchera tiene para sus oyentes algo de esa escena en la oficina del sheriff John Wayne en Rio Bravo, de Howard Hawks, donde escuchamos por vez primera la guitarra de Nelson, la armónica de Brennan y los versos de Dean. Algo de los buenos esperando la emboscada de los malos para darles una lección de lo que vale un peine, algo de viejo Western, de película de antes, de lugar en el que estar. Algo, definitivamente, de parapeto desde donde dar la batalla cultural.
La Trinchera cumple este año un lustro, ¡madre mía! Nace, en consecuencia y con este presente que se dice de los clásicos, hace cinco años. Y lo cumple (los cumple) porque, incluso sin emitir, sigue existiendo. Y existe, y cumple años, por tanto, porque cuando alguien crea algo dando como aportación inicial una altísima parte del cariño que trae el mundo para repartir durante toda su vida, por mucho que esa cosa deje de dar señales de vida, su realidad permanece, inevitablemente, latente en el corazón. Permanece, y se hace notoria, en los pensamientos, en las ideas, provocando otro tipo de sensaciones diferentes a las que generaba cuando activa. Puede que se eche de menos, puede que haya planes de recuperación, puede que, sencillamente, nos dé recuerdos de un pasado que en algunas ocasiones sí que fue mejor. Y cuando la cosa da señales de resistencia, de no querer caer en el olvido, de querer aflorar y tener aún algo de empuje para salir, algo que decir, lo mejor es ponerse al servicio de la cosa y regresar. Intentarlo, de nuevo, con ganas y cariño, con fuerza no lo sé, porque yo siempre he sido demasiado enclenque. Y es ahora, en este quinto cumpleaños, cuando La Trinchera merece volver a ser lo que era: esa casa, ese refugio, ese lugar donde guarecerse y desde el que disparar contra eso y aquello. Hablando de cine y de vida, valga la redundancia. Dejando de ser algo que echar de menos.
Porque creo que hay alguno por ahí que también la echa de menos. Y es que La Trinchera fue, es y será un poco la casa de todos aquellos que quieran tenerla por tal y, sobre todo, de aquellos que, como yo, creen que eso de la pasión, cuando compartida, vale doble. Una pasión que no es sólo el cine, aunque pueda parecerlo, sino que la vida misma. Porque lo que intenta transmitir este lugar es, con cada uno de sus episodios, lo que uno siente al mantener una buena conversación con esos amigos que contagian las ganas, puede que de leer un libro, puede que de ver una película o puede que de ir a una exposición. Esos amigos que nos transmiten, ante todo, las ganas de algo, las ganas de vivir. Esas personas que transmiten, con sólo su compañía, las ganas de un vivir con ganas de contagiar esas mismas ganas de hacer algo a quienes les rodean. Y las ganas de quienes tras esa compañía y habiendo sido recomendados llegamos a casa con la ilusión de un niño para ponernos la película, leernos el libro o disfrutar con lo sugerido. Eso es La Trinchera. Creo.