Hace unos días, y por estrictos motivos de agenda trincheriana, me volví a ver el Río Bravo de Howard Hawks. Qué obra maestra, una película tan compleja envuelta en una historia tan sencilla. Qué maestro Hawks, quien hace desfilar por la pantalla, fotograma a fotograma, una amplísima cabalgata de géneros y temáticas. No niego que de entre tal amalgama de temas el más destacado puede que sea, y así llegamos a convenirlo durante el episodio del podcast, la redención. Y es que Río Bravo va, sobre todo, del perdón a uno mismo y del perdón de los demás —sicut et nos dimittimus debitoribus nostris—. De ese aprender a convivir con los fantasmas del pasado, con la incertidumbre del presente y con la poca esperanza para el futuro. Aún más, Río Bravo va de cómo a través del cariño, del amor y de la caridad del otro, uno, se vuelve, inevitablemente, mejor.
Porque aquel puñado de héroes cotidianos que son el sheriff Wayne y sus ayudantes Brennan, Martin y Nelson; aquella mujer, la Dickinson, viuda de un tramposo jugador y que llega a un pueblo de la frontera siendo una nómada vividora; y aquellos otros dos, extranjeros a la otra orilla del Río Grande, Pedro González González y Estelita Rodríguez, propietarios de un hotel, son en sus historias personales, por hache o por be, no diría yo que perdedores a la manera fordiana, no, que hablamos de Hawks, pero sí sufridores de las más variadas vicisitudes humanas, que de eso el viejo zorro gris, sabía mucho. Solitarios que, gracias al apoyo que van encontrando unos en otros, en donde encuentran la capacidad y el mimo, las fuerzas, para su propia redención, para hallar sus propios caminos y, para darse cuenta de que, si alguna vez se extravían, siempre tendrán a alguien ahí.
Y es en esta última cosa, en el darse cuenta de que pase lo que pase tendrán ahí a alguien que les cubra las espaldas, que se quede protegiendo la celda en la cárcel, escopeta en mano, mientras otros salen a patrullar, que traiga munición de repuesto cuando comienza a escasear la que hay en sus cartucheras, donde está el quid de la cuestión, que dirían los cursis. Es en ese darse cuenta de que hay algo que permanece en nuestras vidas cuando todo lo demás cambia y avanza, aún más, que hay alguien que va a durar para siempre, donde uno se da cuenta de qué va esta película y de dónde está el punto de inflexión en las vidas de los protagonistas de Río Bravo. Un anciano que se descubre útil; un alcohólico al que su admirado amigo le da una segunda oportunidad; un joven pistolero, errante, que encuentra un grupo al que pertenecer y del que aprender. Porque Río Bravo, no se engañen, es la historia rodada de ese encontrar un lugar donde quedarse, de ese sitio al que pertenecer y al que entregar nuestras vidas.
Pero hay, de entre todos esos darse cuenta de, uno que es el que más me emociona y que, como las mejores cosas de la vida, dura, apenas, unos segundos. No quiero hacer con esto apología del «lo bueno si breve, dos veces bueno», no, pues esa expresión es una de las mayores estupideces que se pueden escuchar y quien firma esto uno de sus mayores detractores. Ojalá lo bueno durase toda la vida, ustedes verán. Lo que quiero decir es que uno tiende a percatarse de que los mejores momentos de la vida duran un suspiro, un abrir y cerrar de ojos, como el sol que caliente unas manos durante un frío día de invierno o ese momento en que rompemos la yema de un huevo con un trozo de pan. El mejor momento de Río Bravo dura, precisamente, eso: escasamente un pispás. Y es Hawks graba el punto de inflexión en las vidas del sheriff Wayne y la viajera Dickinson.
La escena de la que hablo es ya al final, cuando el sheriff y sus ayudantes van a enfrentarse a los malos de la película y rescatar al bueno secuestrado. Wayne y Nelson se despiden del matrimonio mexicano y de Dickinson y es ahí cuando El Duque, feo, fuerte y formal, le lanza una pregunta —no sé con que grado de inocencia, la verdad— a Angie Dickinson. Él le pregunta si no se arrepiente, en ese momento en el que está a punto de armarse la marimorena, de no haber tomado la diligencia y haberse largado de allí poniendo pies en polvorosa. Ella le mira —qué mirada—, y niega con la cabeza mientras esboza una sonrisa que marcan sus fantásticos hoyuelos —qué hoyuelos—. Y es en esa mirada donde yo creo que a Wayne, además de infundirle todo el valor del mundo, le queda meridianamente claro que es ella y que ella, de su lado, nunca se moverá.
Porque en ese negar, en esa sonrisa, en esos hoyuelos, en esa forma de decirle sin hablar que, pudiendo elegir irse, elige quedarse, está todo lo que ellos necesitaban para su redención, para dejar atrás a esos otros dos seres solitarios que eran y comenzar a seguir al otro en el amor, formando algo que merece de verdad la pena. En ese negar, en esa sonrisa, en esos hoyuelos de Angie Dickinson, está la importancia —y la dicha— de encontrar a esa persona que se queda contigo para siempre, que permanece a tu lado y que, en definitiva, pudiendo hacer las maletas, montarse en la diligencia que la lleve a un lugar que se le antoje más feliz y dejarte allí más solo que la una, elige, contra todo pronóstico, quedarse. Pase lo que pase y le pese a quien le pese.
Y es que en ese negar, en esa sonrisa, en esos hoyuelos está toda la valentía, todo el coraje, todo el cariño, todo el compromiso y todo el amor de los que se quedan, para quienes, pienso, será el Reino de los Cielos.