Una teología política de Pentecostés

«Yahveh descendió para ver la ciudad y la torre que los hombres estaban edificando y dijo: He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua (…) Yahveh los dispersó de allí sobre toda la faz de la Tierra y cesaron en la construcción de la ciudad. Por ello se la llamó Babel,​ porque allí confundió Yahveh la lengua de todos los habitantes de la Tierra y los dispersó por toda la superficie»

Génesis 11, 1-9

«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa?
Entre nosotros hay partos, medos y elamitas y habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tantos judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua»

Hechos de los Apóstoles, 2, 1-11

 

Durante mis estudios de especialización en teología, tuve un profesor que en sus clases de Biblia nos lanzó una sugerente interpretación de la narración del Génesis de la Torre de Babel. Ya saben. El texto mítico de la Escritura dice que la dispersión y la confusión de las lenguas fue una condena de Dios ante el aparente desafío de los hombres, que hablaban el mismo idioma todos y que pretendían asaltar el cielo con aquella Torre en Babel.

La interpretación alternativa que nos lanzó fue: ¿y si no hubiera sido una condena sino una intervención salvífica la de Dios? Sabiendo que hablamos de textos reinterpretados de cariz mítico, no había que pensar en una dimensión histórica sino teológica. Es decir, que nos habla de enseñanzas y comprensiones de Dios y de lo humano, y así, quizá, nos estaba hablando la Escritura, del rechazo por Dios a un modelo humano de una sola lengua, un solo pueblo y un solo dominio de los pueblos. Es decir, una condena al dominio uniformizador en lo social, lo político y lo cultural de un sólo lenguaje, de un solo poder.

Venía a completar tal lectura teológica con la dimensión de los Hechos de los Apóstoles de la experiencia de Pentecostés. Ya saben, el texto de la llegada del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús, que les lleva a proclamar el Evangelio de Jesucristo entre todos los pueblos, de modo que cada uno de ellos les entiende en su propia lengua, aunque el mensaje sea el mismo, y que formalmente es el acta de nacimiento de la Iglesia como comunidad de los creyentes.

Es decir, una interpretación teológica que abundaba en la riqueza que Dios ha dado a la humanidad en la pluralidad de lenguas, culturas, pueblos, razas y naciones, todas ellas llamadas a integrar en sí el mensaje del Evangelio del encuentro con Dios y su mensaje de amor, incorporándose a una supraestructura plural y acogedora, respetuosa de la diversidad, como sería la Iglesia, donde lo uno y lo múltiple, a imagen de la misma Trinidad, se integran naturalmente, donde se restaura la unidad de la humanidad, pero sin uniformidad, pues se da la unidad en la fe.

Mirándolo así, Pentecostés no es sin más una fiesta religiosa, o por mejor decir, quizás recuperando las acepciones más clásicas de la Teología Política, y no tanto las acepciones más contemporáneas hermenéuticas de un Metz o un Moltmann, es una Fiesta Litúrgica que puede iluminar también la realidad social y política de nuestro mundo.

Pentecostés nos habla primeramente del binomio Creación-Revelación. La creación de lo que existe por Dios es el comienzo de su revelación, donde pueden encontrarse huellas de esa voluntad salvífica de Dios para los hombres. Es el binomio Naturaleza-Gracia, donde la dimensión de la presencia divina salvífica y revelada no sólo no anula la creación, sino que significa una transformación para su perfeccionamiento, pero desde lo que existe. Sin acabar con ello, pues es obra divina. Es decir, que el mundo esté hecho de una determinada manera (el principio de realidad, la dimensión natural de la existencia, el mundo como es, el sentido común como guía hermenéutica para entenderlo y vivirlo) es ya un comienzo de la revelación de Dios, de su presencia, de su amor y su voluntad de plenitud para el ser humano.

Juntamente con ello, también Pentecostés nos indica que ninguna dimensión natural, por el mero hecho de existir, está sin más perfeccionada, sino que necesita de esa dimensión divina que la ordene correctamente dentro de su existir y ser: la revelación de Jesucristo. Es decir, que la presencia del Espíritu, de la dimensión de Evangelio, del horizonte de significado que trae la Iglesia como continuadora de la misión de Cristo en la construcción del Reino de Dios y presencia sacramental suya, son necesarios para la sociedad, para que ésta sea lo que Dios quiere para el ser humano. Aunque ese papel de lo religioso como perfeccionamiento siempre, siempre, será sobre lo real, lo natural, lo que existe.

Pentecostés es así, a mi forma de entender, una Fiesta que supone una instancia crítica con grandes pilares de nuestro mundo contemporáneo, de sus dogmas políticos, económicos y sociales, y desde luego con algunos de sus pilares de reflexión.

Primeramente como un mensaje crítico con los modelos globalistas constructores de unificaciones ramplonas de lo cultural. Una denuncia teológica de imperialismos dominadores que buscan —con tecnología, con los medios, con comunicación e información— anular las culturas e identidades de los pueblos, para integrar a todo el orbe en una única aldea global unificada y dominada baja la pesadilla de un gobierno mundial, que, nos tememos, al final lo que busca es sin más maximizar beneficios por parte de las élites mundiales. Una crítica a un único lenguaje del mundo que sería el lenguaje del dinero, como dominio destructor de las identidades.

Junto a ello, supone también, de nuevo a mi juicio, un planteamiento crítico con el correlato de ese dominio globalista que es la defensa de modelos interculturales mixtificadores que diluyen por confusión y mezcla, y que van más allá de la convivencia natural y humana, respetable en ciertas proporciones, de distintas culturas que comparten tiempo y, a veces, espacio. Pentecostés es la defensa legítima de las distintas culturas, de las identidades propias, de los pueblos y naciones diferentes, de sus riquezas, sus tradiciones, sus herencias en el tiempo, su dinamismo interno, como inmensos dones y riquezas para la humanidad.

Desde luego, igualmente, hay una clave profunda de base crítica con los planteamientos que le niegan la existencia a la realidad, que niegan entidad a lo natural, entendiéndolos como meros constructos sociales: la realidad existe, lo natural es lo mejor para el hombre, aunque necesite también perfeccionarse. Es también una hondísima crítica a quien niega la herencia y la tradición de las culturas como falsarias y corruptoras, bajo las lecturas de neoortodoxias marxistas, pues en esas culturas están esos fuegos que se traspasan para crecer y en los que, en la medida que son humanizadores y enriquecedores, los creyentes vemos un sentido trascendente.

Pentecostés, así leído, es, además de un negar la mayor a los modelos culturales dominantes —globalistas, liberalcapitalistas e interculturales—, también más que una buenísima pista de comienzo de modelos alternativos que, gracias a Dios, no exigen ser inventados de cero, sino que más bien piden recuperar y reencender la inmensa riqueza que nuestra herencia tiene. En este caso de raigambre religiosa y teológica.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.