El sofocante calor veraniego nos obliga a relajar el ritmo frenético que acostumbramos a sufrir durante el curso. La atenta mirada del sol provoca que, de cuando en cuando, detengamos la actividad que se esté desempeñando. El cartero acude a sus sombras familiares rigurosamente durante su profesional paseo; las fuentes de agua se popularizan, al igual que sombreros, gafas de sol y gorras; y las tiendas ofertan rebajas y aire acondicionado por igual. Los que aún disfrutamos del longevo verano estudiantil aparcamos las obligaciones académicas para recrearnos en nuestras aficiones particulares. El familiar sonido del despertador se nos olvida por su desuso, ay, y tendemos a desconocer en qué día vivimos. Incluso en las conversaciones se intuye que uno está descansado en el verano, porque lo divino suele ganarle el pulso a lo humano, aunque dentro de lo humano esté, por supuesto, lo divino. Ya saben que entre pucheros anda Dios. Así, espantados los agobios y las preocupaciones del curso, uno puede recrearse en los demás con mayor facilidad y admirar virtudes del prójimo que desconocía. Ante el difícil trago de pasar por los exámenes de julio, uno se asombra por el empeño que continúan poniendo los últimos; y la dichosa asignatura que se atranca es combatida con un optimismo sobrenatural por saber ofrecer lo que se padece. Quién lo probó, lo sabe.

Hace unos días leí un tuit de Carla Restoy en el cual se lamentaba por sus amigas, ya que no hacían más que toparse con hombres mediocres, capaces de engañarlas. Desgraciadamente, hoy día pululan hombres (y mujeres) que no dan la talla con aquello que, en un principio, se habían comprometido, bien por falta de madurez bien por falta de sinceridad. Se suelen distinguir porque su rumbo lo marcan sus emociones y sus apetencias, por lo que sus vidas tienden a girar en torno a ellos. Se levantan cada mañana en pos de éxito profesional, al que ligan su éxito vital, y priorizan sobre todo(s) su bienestar personal. No entienden el servicio como algo que se da, sino como algo por lo que hay que pagar. El adverbio desinteresadamente no se halla en su gramática y, por tanto, se incapacitan para amar.

La inmediatez nos ha envuelto por completo hasta asfixiarnos. Ya no sabemos esperar y la belleza de la espera pasa inadvertida ante nuestros ojos. No sabemos lo que nos perdemos. Esperar a día de hoy está mal visto, lo tachan de rancio y de tiempos pretéritos. Esperar exige mucho de nosotros mismos y, en vez de cuidar y de agradecer este esfuerzo, lo vilipendiamos. El desenfreno, en cambio, es cuasi adorado. Lo primero que hacemos al comprar cualquier cosa por Internet es ver cuánto tarda en llegar. Nos inquietamos por esperar cinco minutos a nuestro amigo o al metro. Existe la idea de que cuánto más rápido se hagan las cosas, mejor; asociando el valor de aquello que se realiza, al tiempo que hemos invertido en ello. Qué tacaños somos con nuestro tiempo. Vamos por la vida procurando gastar el menor tiempo posible y el resultado es que hemos gastado la vida a solas.

Para poder amar, primero es necesario conocer y eso tiene su tiempo. No se trata de invertir nuestro tiempo como si se tratara de una acción económica, sino de regalarlo. Te ofrezco mi tiempo, que es valiosísimo, como muestra de amor. Te lo entrego. Amar nos exige detenernos ante la otra persona, observar cómo se mueve en sus quehaceres, cómo celebra la alegría y cómo afronta la adversidad. Amar nos exige contemplar al otro en su conjunto, procurar entender su mundo interior. Me atrevo a afirmar que es tener el coraje de adentrarse en él. Y, sobre todo, amar exige saber pararse con la otra persona, interrumpir nuestro ritmo de vida y es claudicar nuestro yo por un nosotros. Se trata de olvidar nuestro provecho, para amar el daño del prójimo hasta hacerlo propio. Hay que ser muy osado para esperar a la otra persona, saber comprenderla y decidir quedarse. Qué se rían, sólo esperamos los valientes.