Bendiciones de mesa las hay para todos los gustos. Si «mamá» son las dos sílabas que primero balbucean los recién nacidos, la bendición de la mesa es la primerísima oración que pronuncian nuestros labios cuando apenas saben aún a quién se dirigen. Hay para todos los gustos porque todas las familias católicas se parecen unas a otras, aunque cada una lo es a su manera.
Yo he escuchado a ciertos diputados bendecir la mesa con coletillas ideológicas —es importante compartir mantel y no sólo trinchera— y a intelectuales y obispos empezar una comida con la fórmula de su niñez: «El niño Jesús que nació en Belén…» —también es importante compartir mesa y no solo misa con los prelados. Cada uno barre para su casa y la bendición de la mesa se ha convertido en una especie de jaculatoria personalísima. Comer es un don que merece todas nuestras plegarias, desde luego.
Llego aquí porque una de estas fórmulas para bendecir la mesa me cautiva por su belleza: «Que el Rey de la Gloria eterna nos haga partícipes de la mesa celestial». Ayer la recitamos en la terraza de un Burger King con varios amigos y uno de ellos soltó una carcajada: ¡Cuánto trabajo tiene que hacer el Señor para que aquella mesita cochambrosa se parezca, acaso una miaja, a la mesa celestial! ¡Cuántas bendiciones para ser partícipes del banquete del Esposo, que en la tierra a veces toma la forma de una baratísima hamburguesa con sus patatas!
Visto con la perspectiva de la fe, que es toda la perspectiva que se nos pide, la bendición de la mesa es un acto de pura esperanza y viene a unir el cielo con la tierra. Las mesas de nuestros comedores, aquella terraza del bar que frecuentamos, hacen resonar sus ecos en el cielo; materializan la mesa celestial que un día nos recibirá con un plato caliente. La noticia es doblemente buena porque esto implica que, si algo tan llano como una mesa trae el cielo a la tierra, todo lo demás también puede hacerlo.
Ya hemos hablado en otras ocasiones de cristianismo y panteísmo y el brindis en el que siempre celebramos la omnipotencia de Dios —que para ellos es omniesencia. No me disgusta que piensen que todo es Dios cuando, en el fondo, todo nos habla de él, hasta la mesucha de un Burger. Si la mesa celestial nos aguarda como reflejo de nuestras comidas en la tierra, qué esperanzador resulta pensar en el lecho celestial cada vez que nos metemos en la cama. ¡Qué gozo profundo nos brota cuando, bebiendo una cerveza bien fresquita este verano, nos acordemos de la bebida que sacia eternamente! Eso sí que merece la mejor de nuestras bendiciones.