Cuando la noche era la oscuridad y sólo la iluminaban la luz de la luna o el calor de la llama —una vela, una antorcha, una lámpara de aceite— la vida la marcaban las campanas. Ellas llamaban a los oficios y a la misa, ellas anunciaban las defunciones y pedían oraciones para los agonizantes. Ellas alertaban del fuego y celebraban las victorias. Por toda Europa se oyó su sonido para festejar la toma de Granada en 1492 y la salvación de Viena en 1683, es decir, de Europa. Con ocasión de este último triunfo, se forjó en 1705 la campana de la torre norte de la catedral de San Esteban de Viena con el bronce de 208 de los 300 cañones capturados a los otomanos.
Las campanas también anunciaban tragedias. Cuando los otomanos se aprestaron a lanzar el último asalto sobre los muros de Constantinopla, ya mellados por la artillería, hicieron sonar sus timbales y sus chirimías. Al presagio de muerte respondieron los cristianos repicando las campanas de las iglesias mientras el pueblo rezaba en Hagia Sophia, cuya cúpula sigue siendo admiración del mundo. No en vano los otomanos las retiraron cuando tomaron la ciudad. Allá donde resuenan las campanas se oye el latir de la vida cristiana. Si el tambor es el instrumento que más se parece al corazón, quizás la campana sea la que más asemeja a su pulso. Cada hora, cada día, cada bautizo y cada boda nos recuerdan que la Iglesia sigue respirando y que Cristo sigue viniendo al mundo en la Eucaristía.
Recuerda Olivares Pareja en el utilísimo Entrar en la misa. Guía para comprender la Eucaristía que las campanas se bendicen y que en ellas se graban inscripciones. A mí me gusta mucho la bendición que dice «te pedimos, Señor, que, al oír la invitación de la campana, tus fieles acudan a la iglesia con prontitud y alegría y que, manteniéndose constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la concordia fraterna, en la fracción de pan y en la oración, tengan un mismo pensar y un mismo sentir». Al final, se empieza desatendiendo las campanas y se termina en la herejía, la apostasía y el cisma. La campana del Hospital de la Catedral de Sigüenza, la fortis siguntina, tiene una inscripción que reza así: «Alabo al Dios verdadero, llamo a la plebe, congrego al coro, lloro a los difuntos, pongo en fuga las nubes, realzo las fiestas». No está mal como itinerario de vida cristiana si tenemos en cuenta que se trata de un objeto, ¡ah! pero un objeto al servicio de la Iglesia, que no es poca cosa.
El tañido y el repique dan, en fin, a la vida un ritmo humano. Parte de la alienación que sufrimos es que entre todo lo que suena (los móviles, los hilos musicales, los motores) no hay forma de oír las campanas, que van quedando enmudecidas en las ciudades. En el centro de Madrid, aún hay algunas parroquias en cuyas inmediaciones resuenan sus voces metálicas, pero en los barrios, por lo común, las iglesias no las tienen o no las tocan.
Así nos va. De no oír las campanas, se nos va ensordeciendo el corazón y el entendimiento. Si no se oye su llamada, se hace un poco más difícil escuchar la voz que nos llama. De eso se trata en el fondo: la campana repite una invitación a un amor y —por parafrasear a Frossard en Dios existe. Yo me lo encontré— a una amistad que no es de este mundo. Estos metales, salidos de las entrañas de nuestro planeta, nos elevan al cielo. Presten atención. Tal vez estén llamando ahora mismo. Recuerden: Cristo viene al mundo cada día en la Eucaristía y todos están invitados. Aprieten el paso si es preciso. Sigan el sonido de las campanas. No falten al banquete del Señor.