Cuando llegamos a aquella casa sacada de Cuéntame cómo pasó, pensé que se avecinaban días fríos y precarios cocinando a la antigua usanza; resguardarnos del frío invierno castellano con mantas y edredones, sin que consiguiéramos domar a la chimenea para que prendiera ni una mísera llama. Venían días de zozobra y aburrimiento en un pueblo perdido, solo calmados por la compañía de mi novia y su familia, pensé. Los primeros compases que adecentaban el lugar presagiaban una experiencia anodina.
Nada más lejos de la realidad, lo que viví esta Navidad en aquel pueblo no lo olvidaré jamás. En mi memoria siempre permanecerá esa felicidad que sentí al estar tranquilo, sin ruido, experimentando una paz como la que nunca había sentido. No estaba en una gran ciudad —esas de las que parece que cuando uno sale se termina el mundo— y era más dichoso que en la metrópolis de la que tanto me habían hablado en la que todos los sueños se cumplían. No teníamos cines, ni comercios —el único que había era una deconstrucción de supermercado convertido en una especie de tienda de ultramarinos, en las que podías comprar desde una bolsa de patatas fritas hasta hilos para coser—, pero experimenté una alegría por disfrutar verdaderamente del tiempo. En un oxímoron existencial, pude saborear más el instante enfrente de una chimenea leyendo el periódico que en mi día a día sin dejar de llenar los huecos con labores por doquier. Ahí estaba un servidor, comprando la prensa a diario; me sentaba frente a la chimenea y leía cada página saboreando cada frase mientras escuchaba el crepitar de las leñas al arder. No tenía todas las comodidades que uno tiene en su casa, pero curiosamente, añoro ese tiempo como un período de felicidad y de gozo.
Escribo este texto habiendo vuelto a la normalidad, mientras el sonido de los golpes del teclado del ordenador se entremezcla con los de los coches pasando por la carretera; el retumbar del trasiego cosmopolita de la ciudad contrasta con el silencio calmado de la España vacía. Creo que empiezo a entender por qué algunas voces místicas dicen que las tribus más inhóspitas del planeta son más felices que nuestra sociedad. Me aterra ver cómo los tiempos que vivimos han convertido la Navidad en una excusa para llenar nuestro tiempo de compromisos absurdos o de obligaciones prescindibles convertidas en fundamentales. Camina uno estos días por los centros neurálgicos de las ciudades y se tiene que enfrentar a un millar de personas enloquecidas por llegar a tiempo a comprar el cordero lechal para la cena; amarrar los regalos de Reyes como ese jersey de cachemire rojo antes de que se acaben las tallas; perderse en los preparativos de los eventos protocolarios de estas fechas. Me entristece comprobar cómo nos hemos olvidado de lo que de verdad importa; una trascendencia que reside en lo sencillo, en lo que no se ve, no en los regalos o en el roscón con nata y fruta escarchada. La posmodernidad ha escarchado nuestro corazón dando prioridad a lo banal, a lo que es prescindible, y dejando a un lado lo que de verdad importa.
En ese oasis de la posmodernidad en el que estuve una semana he entendido lo que gente como Julio Llorente decía estos días; como eso de una Navidad sin regalos. Cuando lo leí, tengo que confesar que pensé «ya está Julito sacando punta de todo», pero desgraciadamente, viendo lo que nos rodea, un mundo en el que vivimos con estrés por llegar a acaparar los máximos obsequios posibles no vendría mal recordar, como hizo Julio, que los regalos no son lo importante. Tengo la impresión de que, sin darnos cuenta, poseídos por el espíritu posmoderno, acudimos a la cena de nochebuena como esos niños que hacen la primera comunión con ocho años y lo único que les importa ese día es ver si su tío les ha regalado la PlayStation que tanto querían. Si viviéramos con más sencillez, desprendidos de tanto lujo y capricho, seríamos más felices.