No me gusta mirar al pasado. Irene Villa siempre dice que sólo hay que juzgar de forma retrospectiva para dar gracias y para aprender de lo acontecido. Quizá por eso se dice que quien no conoce la historia está condenado a repetir las fechorías de la memoria. Desgraciadamente, vivimos una realidad que ha materializado existencialmente el tópico que manifestaba las bondades del pasado y los males del presente. «Como a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor», escribió Jorge Manrique en Coplas a la muerte de su padre. 

Estaba el otro día viendo la primera temporada de la serie Cuéntame cómo pasó y no pude evitar darme cuenta —no sé si fueron imaginaciones mías— de la pureza en la mirada de aquellos actores que interpretaban a esos nostálgicos personajes. Tenían algo, percibía ciertos aspectos en sus ojos. Sentía emociones diferentes a las que hoy veo en nuestros relatos audiovisuales o los que observo en las calles. No percibía el miedo, no notaba preocupación en sus adentros, simplemente se limitaban a interpretar lo cotidiano sin buscar el clic o la previsualización. Era puro, era inocente, era bueno. Puede que esté delirando, alguno estará pensando que vaya iluminado ha fichado O’Mullony, pero así lo siento.

Lo destaco porque, precisamente, paseando —soy un gran trotador urbanita— percibía unas miradas tristes, desangeladas y preocupadas. No ahora en esta etapa covidiana, sino antes. El virus simplemente ha agravado lo que ya estaba tocado. Hablo de nuestras mentes, de nuestras almas y de nuestros corazones. Rotos por los cuatro costados intentamos sobrevivir en la era posmoderna aparentando felicidad. Hablaba el otro día con un buen amigo psicólogo y, al preguntarle sobre la tristeza existencial que se respiraba en el ambiente, confirmaba mis sospechas. No hace falta tener un sentido arácnido para darse cuenta, sólo se requiere de un dispositivo inteligente para informarse sobre la cantidad de depresiones, ansiedades, suicidios, trastornos vitales que hay en nuestro mundo. Estamos vacíos, no creemos en nada, no nos tomamos tiempo para reflexionar. Es esa pérdida de la perspectiva espiritual la que ha generado estos conflictos existenciales en los seres humanos. Hemos descuidado nuestra parte más íntima y vamos como pollos sin cabeza.

Un estudio realizado por el Departamento de Medicina Preventiva de la Universidad de Sao Paulo y avalado por la Cambrigue University Press destacó cómo al someter a un grupo de personas a unas «intervenciones religiosas espirituales» se redujo el estrés, el alcoholismo y la depresión. Ritos que no tienen que ser netamente religiosos sino simplemente reflejo de la intimidad antropológica de cada individuo. No meditamos, no pensamos, no reflexionamos. Por eso apenas hay espíritu crítico en nuestra sociedad. Por eso, en cuanto tenemos un simple resfriado, o incluso sin síntomas, hemos acudido todos en masa a una farmacia para comprar un test de antígenos de dudosa eficacia, como me dijo en privado el científico Alfredo Correll. Los gobernantes saben que una sociedad desquiciada es más manipulable que una ciudadanía lúcida. Que no te vendan la moto cuando hablan de la salud mental, les interesa que estemos acojonados y perdidos.

Somos papilla humana porque hemos perdido el sino, nuestra razón de ser. No sabemos ni quiénes somos, ni a donde vamos, ni con quién queremos ir. Por eso nos dejamos llevar por las críticas, no tenemos ningún tipo de arraigo vital ni emocional. Queremos recuperar la inocencia perdida por un progresismo falso que nos ha pervertido. De ahí que seamos nostálgicos, que queramos ver otra vez Harry Potter, deseemos recuperar nuestra infancia con Disney o volver a un concierto de nuestro grupo de juventud. Las marcas lo saben, el mercado quiere sacar dinero de ello, y por eso hay reencuentros entre magos, quedadas de los actores de Friends o actuaciones de El canto del loco.

Estamos en una era en la que muchos progresistas se van enterando de que ser progre está guay hasta cierto punto, porque, si te pasas de ese grado, todo se convierte en triste y feo. En palabras de Fernando Savater: «No todas las novedades son progreso. A veces el progreso consiste en defender ideas asentadas, que están amenazadas por las circunstancias históricas». Así se explica el surgimiento de la llamada progresía reaccionaria a la que se tacha de fascista.