En fechas recientes, el youtuber Jorge Carrillo de Albornoz, más conocido como Jordi Wild, entrevistó al escritor Arturo Pérez-Reverte en su canal: The wild project. Si obviamos el decorado del lugar donde se graba el podcast, mezcla entre guarida adolescente y territorio vaquero del cortinglés, estamos ante un formato que conocemos de sobra: conversación distendida, naturalidad y complicidad casi amical.
En un momento dado, el entrevistador hizo alusión a cómo nuestra sociedad limita el enfrentamiento, algo que tiene como consecuencia rehuir los problemas presentes y futuros. Pérez-Reverte respondió que aquellos que sí están preparados para afrontar dificultades son «los que vienen de abajo». Ante la extrañeza de Jordi Wild, precisó. Se refería a los africanos que, como en la canción de Glutamato, «tienen hambre» (no dejó claro si también tienen frío). Pero, aparte, añadió que tienen «ganas, valor y fortaleza física». Ésos son los que «van a ganar y merecen ganar», exclamó, no sin ocultar cierta satisfacción, el creador de Alatriste.
Acto seguido, se sacó de la manga el nombre de Bongo, con el que bautizó al subsahariano imaginario que sólo ha vivido tragedias desde que salió de la aldea para ayudar a su familia. Después lo confrontó con su alter ego occidental: un «niñato de mierda que está todo el día mirando la tele y tocándose la nariz». Un joven que mataría a su madre a machetazos si tuviera un problema con la red wi-fi. Me va a disculpar don Arturo, pero puede que aquí el subconsciente le haya traicionado porque, aunque igual es cosa mía, en materia de machetes hay mucha tela que cortar.
De entrada, no sé si me sorprende la simplificación que hace Pérez-Reverte. Por un lado, estaría Bongo, un africano sobre el que sólo recaen virtudes y por cuyas duras vivencias merece «ganar» (no sabemos qué). Por otro lado, tendríamos a un europeo haragán, mimado, inútil y violento. Ya sabemos que el rechazo por sus propias raíces culturales es algo recurrente en el caso del escritor.
Aun así, tiene razón cuando señala que toda civilización acabará siendo reemplazada por otra. Lo que olvida es que tal proceso suele ocurrir artesanalmente. Capas de nueva cultura se van añadiendo a la antigua y, poco a poco, por acumulación, porque es un trabajo de siglos, se va moldeando y transformando un grupo humano. Que yo sepa, este tipo de cambios no suelen acelerarse ex profeso o, por lo menos, no de manera consciente. No sé si, en el pasado, alguna civilización hizo tantos esfuerzos y tuvo tantas ganas de quemar etapas como la nuestra. Hoy ya es flagrante, pero quizá este proceso comenzara hace algo más de un par de siglos, en ese período histórico, posiblemente uno de los más mitológicos y peor enseñados en las escuelas.
Para justificarse, el cartagenero pone el ejemplo de los bárbaros y Roma. Ocurre que a muchos de esos bárbaros los federó esa cosa llamada cristianismo. Y se sirvieron de viejas instituciones para ir construyendo algo nuevo. Bongo no es Clodoveo, que prometió la conversión al «dios de Clotilde», es decir, al Dios verdadero que veneraba su mujer, la princesa burgundia y santa, Clotilde, si ganaba la batalla de Tolbiac. Por cierto, venció y fue bautizado por San Remigio delante de sus guerreros.
A Bongo solía utilizársele como mera herramienta de dumping social, cosa siempre aplaudida por algunos. Aunque creo que ya estamos listos para la siguiente etapa: la de los sueldos Nescafé. Sin embargo, el escritor también olvida que el africano llega formateado del bled, globalización obliga, en lo peor de la cultura occidental: materialismo, consumismo, hipersexualización… A lo que hay que añadir esa violencia que, por desgracia, forma parte de su día a día.
Bongo no es «el buen salvaje» de Rousseau, precisamente porque ya ha sido corrompido en origen por ese tipo de sociedad para winners en la que creen él y dos o tres columnistas de los diarios nacionales. Lo que ocurre es que, contrariamente a esos pringados, Bongo quiere todo el pastel. No atiende a convenciones. Sabe que tiene patente de corso —nunca mejor dicho— y que hemos abandonado toda reflexión al sentimentalismo más cutre, a la simple emoción. Algo de lo que se aprovechan las mafias que trafican con carne humana, ciertas ONG —¿financiadas por quién?— y algunos sátrapas de aquí y allí para ponernos contra las cuerdas. Mientras tanto, nuestros burócratas europeos, cooptados y no elegidos democráticamente, se llaman a andana y sancionan a aquellos países que hacen las cosas conforme a la legalidad.
Ante eso, la solución que nos propone la izquierda indefinida, prima hermana de los amantes del dumping social es, como en el caso de la zona limítrofe a la estación parisina de Porte de la Chapelle, ensanchar las aceras. Así las mujeres no oyen las procacidades e imprecaciones de Bongos y Mohammeds que las tratan de rabizas por llevar falda y que se juegan su integridad física. ¿Son estos los «valientes» que «merecen ganar»? No sólo existe el caso de París, los aledaños de la estación de tren en la ciudad de Milán o la llamada «jungla de Calais», muestran los límites del pensamiento del escritor.
Lo peor de todo es que esos Bongos también hacen la vida imposible a aquellos inmigrantes que trabajan honradamente y colaboran con sus impuestos en el sostenimiento de un estado insostenible. Y no sólo a inmigrantes, también a las clases medias. Claro que, si llega el día en que Bongo y sus amigos se cuelen en el jardín a las dos de la mañana y hay que tapiar las ventanas de casa, como ocurría con frecuencia hace un lustro en el norte de Francia, siempre podremos huir a Andorra, Suiza o Luxemburgo a leer a Voltaire, ese gran negrero tolerante, y decirnos a nosotros mismos que aquí hubieran hecho falta guillotinas.