Estaba yo un día de las pasadas Navidades haciendo otras cosas mientras la televisión se reproducía sin sonido. Veía entonces cómo esas actuaciones desnudas de actores iban desfilando por la pantalla privados de voz. Desprovistos de cualquier otra arma, aquellos pobres aparecían en la imagen con un único instrumento para conquistarme: su actuación más genuina. Menuda decepción. Hay una viñeta en Peanuts, que me gusta mucho, por cierto, en la que Woodstock —ese pequeño pajarito amarillo— le cuenta a Snoopy algo en su lenguaje. Ya saben que el lenguaje del pajarillo es a través de palitos que Snoopy traduce directamente o deja al lector deducir lo que quieren decir según lo contestado. Snoopy, habiendo escuchado atentamente a su amigo y con lágrimas en los ojos, se vuelve hacia el lector para lanzar un irónico: «No es lo que cuenta, sino cómo lo cuenta». Y eso es un poco lo que a mí me faltaba en aquel día, mientras en la televisión aparecían sin cesar profesionales que, como digo, privados de todo accesorio adicional, con su actuación no me contaban nada.

También entonces pensé, y vuelvo a pensar en ello esta semana en la que Cary Grant habría cumplido ciento diecinueve años si la vida fuese eterna, en cómo han cambiado las cosas y en cómo la mayoría de aquellos viejos interpretes ofrecían veracidad con su sola presencia en la pantalla. Porque, más que actuar, cuando uno ve aquel cine, ¿no da la impresión de que estén ahí, de verdad, vivos y que nosotros asistimos en persona a las historias que nos cuenta y a las vicisitudes de sus vidas? Fue José Luis Garci, en su Películas malas e infravalorados, quien mejor describió esa cualidad innata de los grandes actores, como Grant, que es la naturalidad. Dice Garci que «Él y Spencer Tracy estaban graduados en esa magia. Si cualquiera de ellos, mediados los años cincuenta, hubiese llamado a mi casa madrileña, o a cualquier casa de España, a la hora de comer, mi padre o mi madre, o cualquier vecino, para nada se habrían extrañado; al contrario, habrían dicho «!Hombre, Cary (o Spencer)! ¿Cómo estás? Pasa. ¿Quieres un café?». Y se habría sentado a nuestra mesa como la cosa más normal del mundo. Eran amigos. Eran familia». Yo creo que hay muchos otros, además de Tracy y Grant, que traspasaron las pantallas, que salieron de ellas, un poco como le ocurre al personaje de Jeff Daniels en La rosa púrpura de El Cairo, de Woody Allen y se incorporon a nuestras vidas como amigos, familia o amores. Fueron muchos, pero ahora, por esa cosa tan suya que tiene la vida de hacer que vayan desapareciendo los mejores, nos está quedando un gran vacío en las pantallas que se transmite, inevitablemente, a nuestras vidas, por aquello del «cine como vida de repuesto», que dijo nuestro director y sabio.

Piensen, sin ir más lejos, en que hoy hace ya treinta años que nos dejó Audrey Hepburn. ¿No sentían con ella todo esto que les estoy diciendo? En Charada, por ejemplo, esa maravilla de Stanley Donen, donde aparece en actuación con el de líneas arriba. No creo que ningún número especial de Vogue haya superado esa explosión de buen gusto, diseño y elegancia en su quintaesencia. La eternidad de aquellas escenas de la pareja paseando y enamorándose bajo los cielos plomizos de París, comiendo helado, duchándose vestidos o navegando por el Sena en el Batea-Mouche. Audrey y Cary, cuánta clase envuelta en frases de Peter Stone y música de Mancini. Y no se dan cuenta de que, a pesar de toda esa elegancia y teatralidad, aquellas viejas películas de las que Charada sirve de abanderada hoy y sus intérpretes de arquetipos, no dejaban de estar repletas de pequeñas cosas cotidianas, naturales, de la vida misma. Cosas como ver a Cary tomar un café, o caminar por el andén de una estación de ferrocarril, o sacar un billete de tren o como sonreír, mirar y besar sin excentricidades ni imposturas. Fumar cigarrillos poco, que yo recuerde. A Audrey más, sí.

Y es que ante el futuro que parece tener el cine de hoy en día, aquellos que buscamos encontrarnos a nosotros mismos en las películas; aquellos que, como yo, nos conocemos mejor sentados en la oscuridad, que no a oscuras, esperando a que en la pantalla aparezca el logo de la RKO, o de la Paramount, o de la Universal y un par de viejas caras conocidas que nos van a contar algo donde refugiarnos. aquellos que queremos encontrar amigos, familia, ejemplos y amores en la pantalla nos refugiamos en esa frase final de Casablanca, reformulada, pues siempre nos quedará Cary Grant. Aunque todo vaya desapareciendo.