A la eterna cuestión de si el saber aumenta el sufrimiento o si es el ignorante más feliz que el erudito, se suma hoy la duda de si la incultura puede acarrear aún más dolor que la sapiencia.

Si hace siglos esa abulia afectaba a aquéllos que no veían en la moral y la ciencia herramientas suficientes para dar sentido a la realidad que les rodeaba, a la juventud actual le ocurre lo diametralmente opuesto: vive sumida en el hastío más profundo movido por una ética secular y volátil y unas mentes vacías de todo salvo de desconsuelo inoculado por prestidigitadores del miedo. Y es que, pese a que el saber no ocupa sitio, es una barrera eficaz contra quien pretende henchir una cabeza de madejas de hilos con los que manipularla.

El spleen de este siglo lo encarnan unos jóvenes que sienten melancolía de un pasado que no han vivido, un ayer por el que sienten morriña y al que, al mismo tiempo, con cierta esquizofrenia, culpan también del presente que les ha tocado vivir, un legado que no es sino el fruto de quienes trabajaron por dejar a su prole un mundo mejor. Este rebaño, pese a vivir sin duda mejor que sus padres o abuelos, está instalado en el victimismo constante con el que justifica su propia desdicha y su derecho a no hacer nada salvo gritar a sus mayores: «Quien la hace, la paga». Porque no preocupa tanto el futuro que heredarán los que vengan, sino el pánico al presente que padecen y que no son capaces ellos mismos de cambiar.

La génesis de esta sociedad de cristal podría encontrarse en la idea de que la felicidad es el estado natural de la vida, una condición inmutable que ha de estar al alcance de todos en todo momento, y de que aquello que se interponga en ese éxtasis perpetuo equivale a una crisis profunda de la que hay que escapar. El nihilismo se abre paso en una sociedad cansada de no hacer nada y que se cree con derecho a todo, un mundo que ve cómo el suicidio se convierte en la primera causa de muerte no natural y en el que un ejército de batas blancas es obligado a extirpar a golpe de recetario cualquier atisbo de ansiedad, sentimiento tan humano como la propia felicidad.

La salida a esta noluntad, a este tedio de vivir y carencia de esperanza, resuena con eco asnal. Así lo han decidido los dioses terrenales que pretenden condenar a los estudiantes españoles a poder graduarse sin aprobar y a no tener que recorrer ese vía crucis que les pueda conducir hasta el calvario del saber. Porque es mejor que los jóvenes no abandonen el Edén y evitarles el dolor de comprender la realidad que los rodea, algo que terminarán por descubrir cuando no les quede más remedio que contribuir a edificarla —eso sí— sin los instrumentos necesarios para hacerlo y que quizá sea tarde para poder adquirir. Estamos ante una juventud que se duele del presente y a la que se le está hurtando el placer de conocer el fracaso, el adoquín más común en el camino del aprendizaje.

Cuando la vicepresidenta afirma con total preocupación que «el objetivo del sistema educativo no puede ser que los niños repitan curso» es perfectamente consciente de su manipulación del debate. El objetivo no es que los alumnos fracasen, como tampoco debería ser exclusivamente el que los alumnos aprueben. El fin de la educación debería coincidir con el medio, es decir que, en su senda hacia el conocimiento, los estudiantes aprendan. Si las caídas forman parte del aprender a andar, también lo hacen en el resto de las etapas de la vida. Pese a que el hombre pueda tropezar dos veces con la misma piedra, es necesario que ésta esté ahí para que algún día llegue el momento en que sepa sortearla, porque si uno se acostumbra a que todo está bien, acabará cansado de no esforzarse y no sabrá cómo afrontar los obstáculos intrínsecos a la vida.

El éxito existe porque también existe el fracaso, y la generalización de aquél no es más que la generalización de éste. Esto es, una igualdad, no de oportunidades, sino, de resultados, algo tremendamente injusto para aquellos cuyo trabajo no se ve reconocido y que amenaza con pulverizar, por tanto, las ganas de afanarse de nuevo. Porque el suspenso no es un castigo, es la comprobación de la falta de aptitud para una tarea concreta y diseñada en base a unos criterios, y es vital enseñar a los más jóvenes que el «sí», pese a no ser siempre alcanzable, en la inmensa mayoría de ocasiones lo es a base de esfuerzo y constancia, así como la relevancia de saber encajar las consecuencias de los actos de uno mismo, de la responsabilidad.

Si queremos realmente una sociedad tolerante y diversa, debería serlo también con la tristeza y el fracaso como partes inseparables de la naturaleza humana, dejar de guardar entre algodones a los jóvenes seduciéndoles con el embriagador perfume de la felicidad eterna. De lo contrario, tendremos una muchachada con sonajero en una mano; la pancarta, en la otra; y las cabezas, vacías.