Cada vez me resulta más divertido encontrarme con amigos, conocidos y tuiteros de insuficiente reconocido prestigio en actos y eventos de la resistencia. Me ocurre cada dos por tres: los «hombre, ¡tú por aquí!», «caray, ¡qué coincidencia!» o «pero bueno, ¡será posible!» se repiten sin cesar. El mundo es un pañuelo, decimos para consolarnos, cuando la realidad es que nuestro mundo es cada vez más pequeño: somos cuatro y el de la guitarra a quienes nos preocupan las causas por las que importa ir a contracorriente. ¡Y qué bien! The fewer men, the greater share of honor, como diría el Enrique V de Shakespeare.
La última ocasión en que pude experimentar este fenómeno fue en un acto organizado por NEOS y entidades provida en el auditorio de la Mutua Madrileña. El lema del encuentro era Nos jugamos la vida. El alma de Europa, que no es poco. Durante el evento se sucedieron varias alocuciones, vídeos, una mesa redonda y el discurso de cierre del célebre Fabrice Hadjadj. ¡Dos horas! Fue el speech de éste y el de María Clavo, profesora de Derecho Administrativo y afamada experta en cuestiones de familia, feminidad y masculinidad, los que más conmovieron a la audiencia.
La intervención de la profesora Calvo fue un completo análisis del estado de la cuestión y un canto de esperanza. Citó a René Girard y su interpretación del sacrificio de Isaac («el reconocimiento de la vida del hijo como algo sagrado, inviolable y digno de protección»); la muerte de la conciencia moral de la sociedad occidental (me recuerda a aquello que dijo Julián Marías: «La aceptación social del aborto es, sin excepción, lo más grave que ha acontecido en este siglo») con no sólo la legalización del homicidio prenatal, sino su promoción y, aún peor, el reciente reconocimiento como derecho fundamental en la nación donde alumbró la revolución de la que cuanto más conoce uno de ella más se horroriza; la desacralización de la vida; la caída imparable en la idolatría del yo, mi, me y conmigo renegando del sacrificio por el otro; el engaño masivo a las mujeres con su supuesta «liberación» de la opresión de la maternidad («estamos experimentando en los últimos años una mutación antropológica y especialmente la mujer se ha visto desnaturalizada por una obra milimétrica de ingeniería social y legal»); la sustitución de la racionalidad por la dictadura de los deseos y el emotivismo («si damos rienda suelta a nuestros impulsos, nos animalizamos»); la pérdida de la trascendencia y lo sagrado en nuestra cultura, tradiciones y costumbres (citó al filósofo Michel Onfray: «La potencia de una civilización se mide por la potencia de la religión que la legitima». Si una religión decae, la civilización la sigue en su ocaso. Y cuando muere, fallece con ella).
Pero tras la oscuridad viene siempre un nuevo día. Calvo se refirió a la llegada de un niño al mundo como motivo de alegría y recomienzo de todo el género humano: «Cuanto más apocalípticos se vuelven los tiempos, más sentido tiene dar la vida a un mortal (…) mi hijo viene a regalarnos un nuevo comienzo». Y terminó con un chispazo emocionante: «la esperanza tiene que ser siempre nuestro faro. La esperanza, que es lucha, que es acción (…) La esperanza que es saber que donde acecha el peligro también crece lo salvador».
Y después vino el terremoto de la paradoja. Presentado por María San Gil (más bien por Enrique García-Máiquez, a quien pidió una semblanza del invitado), Hadjadj no se apartó de su gusto por los malabares con el lenguaje. Inició su discurso preguntándose por el sentido del slogan del acto: nos jugamos la vida. A partir de ahí comenzó a discurrir por una serie de vericuetos que le llevaron al Parménides de Platón, al Zaratustra de Nietzsche y al Abraham del Antiguo Testamento para analizar la frase desde nuestra tradición («¿Cómo podemos permitirnos filosofar al borde de un volcán en erupción? ¿Es posible interpretar, sopesar la palabra “Nos jugamos la vida” mientras que estamos, efectivamente, jugándonos la vida?»). El francés presentó a continuación los dos fenómenos sobre los que oscila nuestra sociedad occidental del siglo XXI: el ludismo, la visión de la vida como un puro juego continuo (citó al crítico cultural Neil Postman y su amusing ourselves to death), y el utilitarismo, ver nuestras biografías desde una tabla de Excel con un cálculo y control absoluto sobre todas sus aristas para sacarle el máximo rendimiento. Ambos no son sino huidas hacia delante de nuestros contemporáneos.
Hadjadj deduce con acierto que los trastos y obstáculos de nuestro tiempo lúdico y utilitarista son el bebé y el anciano («Tanto el que acaba de nacer como el que está muriendo no son ni operativos ni divertidos (…) Y es así como el aborto y la eutanasia se convierten en suplementos del utilitarismo y del ludismo»). Primera tesis: hemos perdido la capacidad de ver la vida como donación, como entrega, porque ya no arriesgamos la vida. ¿La consecuencia? «Tenemos tendencia a dar la muerte, porque ya no creemos que la vida es buena en sí misma, sino que sólo tiene valor si nos podemos distraer de ella o rentabilizarla. En una palabra: tan pronto como se pierde el sentido del sacrificio, se corre hacia el suicidio». Occidente ha perdido el vigor de vivir, el coraje por vivir, el deseo de vivir. Recordó a Solzhenitsyn: «El declive del coraje es el rasgo más destacable del Occidente de hoy». Pareciera como si Europa ya no quisiese correr el bello riesgo de jugarse la vida. De arriesgarse. Hadjadj señaló que la mejor época para jugarse la vida es la presente. Ni ayer, ni hoy: ahora. De lo contrario, estaríamos siendo incrédulos y desdeñando la providencia: se te ha puesto en este tiempo histórico concreto para que des testimonio de la verdad hic et nunc.
¿Qué hacer? Hadjadj lo tiene claro: «Tal es nuestro combate, tal es el coraje que exige no sólo arriesgar la vida por la justicia y la verdad, sino arriesgarla mostrando que el mayor peligro es el de no arriesgar nada, el de no dar y acompañar la vida hasta el final, en la felicidad y en las pruebas, para lo mejor y para lo peor, según la fórmula nupcial». ¡Manos a la obra!