Es posible que, al menos durante un tiempo, nuestra vida esté más centrada en chapotear —nadar a perrito como decíamos de pequeños— sobre las sensaciones, los afectos, los sentimientos y los retos del corto plazo. Así nos sucede sin duda durante la infancia (en la que, de forma paradójica, el largo plazo pueden ser los próximos 20 minutos) y aún con más claridad durante la adolescencia y la primera juventud. Parece razonable pensar que esto constituye parte del proceso de aprendizaje y que, si está bien integrada, esta especie de carrera alocada termina convirtiéndose en fermento de alta calidad.

Pero esa forma casi irreflexiva, cortoplacista y centrada en las pequeñas batallas del día a día —en ocasiones simples molinillos que consideramos gigantes, aunque carezcan de importancia real— no puede durar eternamente.

Una cosa es vivir un proceso de adolescencia tardía que se alargue hasta los 19 o 20 años y otra cosa es caer en una especie de síndrome de Peter Pan por el que el adulto se niega a hacerse preguntas de calado para hallar respuestas profundas. No vaya a ser que se dé cuenta de que su vida no es más que chapoteo de supervivencia.

Debería estar prohibido nadar a perrito a determinadas edades, dicho sea en un sentido profundo. Si consideramos que nadar es vivir, no parece razonable hacerlo a trompicones, usando mal nuestro cuerpo y nuestra mente, desaprovechando los dones recibidos de la inteligencia y la voluntad, en una permanente tensión entre el sorbo de agua y la respiración insegura. Por otro lado, mantenernos siempre en la superficie tratando de alcanzar una orilla o un bordillo incierto se antoja como un objetivo escaso, mezquino y vitalmente indigente.

No se puede vivir una vida plena sin adentrarse con decisión en una cierta profundidad. No está mal cuidar la epidermis, vive Dios. Pero los órganos vitales, no sólo desde el punto de vista físico, están sobre todo en nuestro interior. Por ello es necesario dedicar algo de nuestro tiempo a comprender el mundo y al hombre. Apalancados en la superficialidad nos comportamos como el tiburón ballena que abre sus enormes fauces para alimentarse de lo que entre, sin el menor atisbo selectivo, mientras las rémoras se pegan a sus aletas.

Conviene a quien aspira a comprender su existencia y el mundo adentrarse en las profundidades de la Teología, la Filosofía, la Historia, la Antropología, la Psicología, el Arte y, en general, de las Humanidades, tan denostadas. Sin un esfuerzo submarino, al corazón del hombre se le hace harto difícil descubrir su complejidad y belleza, comprenderla, apreciarla y proyectarse hacia la superficie con mucha mayor convicción.

Salvando a quienes no han tenido la oportunidad por diferentes circunstancias ajenas a su voluntad, sólo nada a perrito quien se siente a gusto comportándose como un perrito. Y es lastimoso, porque no somos perritos. Somos seres humanos llamados al bien, a la verdad y a la belleza.