El pesimismo se ha asentado en nuestro tiempo. La sensación de que el futuro, por un motivo u otro, no nos traerá nada bueno es generalizada. La desconfianza entre nosotros sigue propagándose, como el miedo, y el gusto por la prohibición y el acatamiento va camino de convertirse en una costumbre. Este clima asfixiante también ahoga a la Navidad: comprar regalos está mal visto, fomenta el materialismo y contribuye al cambio climático; ir a pasear al centro y mojar los churros en el chocolate es potencialmente contagioso; y, por supuesto, felicitar la Navidad es ofensivo y poco inclusivo. Hay que felicitar «las fiestas». Así, en general, fiestas indeterminadas, en las que no se sabe qué se festeja, transcurriendo de la natividad, del nacimiento, al vacío y la nada.

Frente a esa latosa narrativa que sólo compran los resentidos de la Comisión Europea —posiblemente también Greta, a la que se le ha quedado cara de Grinch—, conviene recordar por qué nos hacemos regalos y por qué es bueno el exceso y la desmesura en Navidad. Al fin y al cabo, la primera de ellas ya fue desproporcionada: para qué quería un niño pobre, nacido en un pesebre, oro, incienso y mirra.

Ese pesimismo considera que el regalo es un contrato, el peaje para recibir otra cosa a cambio. Por tanto, cree que no hay gratuidad, sino interés. Es ese mismo pesimismo que reduce el amor humano al que tiene el perro por su dueño. Considera que en nuestras intenciones aparentemente generosas se esconde el egoísmo, la cualidad por antonomasia del hombre; nada más lejos de la realidad.

Regalar es propiamente un exceso que se funda en el placer de abrirse al otro. Hay gratuidad porque en el regalo no se espera nada del otro. Por eso los regalos son un imprevisto, una sorpresa que busca, precisamente, que la otra persona no se lo espere. Por eso también los envolvemos, para que no sepan hasta el último momento de qué se trata. La sorpresa coloca sus esperanzas en el acto mismo de regalar, no en lo que viene después. Es un acto pleno, como el amor.

Mi padre, a pesar de que sus hijos dejaron de ser niños hace tiempo, sigue escondiendo los regalos por casa y nos deja en el árbol un papel con una serie de pistas para cada uno. No crean que lo pone fácil, para él la Navidad es una cosa muy seria —alguna vez se nos hace bola y tardamos horas en completar la yincana. Sabe que los regalos son un tesoro y que la magia de la Navidad vuelve cada año cuando creemos que es posible volver a ser niño, soñar e ilusionarnos con la misma dulce ingenuidad que tienen ellos.

Los regalos se caracterizan por su novedad. No vale regalar lo que nos sobra. Tampoco es de buen grado ser rancios, tacaños y rigurosos con los dineros. El otro día vi un abrigo muy elegante en la calle Lagasca para mi mujer. Pensé que sería un buen regalo, pero no simpaticé con su precio. Es Lagasca, lo sé. Luego me dije, qué más dará el precio, un regalo es un regalo, y además es mi mujer. Ya habrá otros momentos para vérselas sin dinero, renunciar a una comida con amigos o a esos Uber que te salvan la noche. Con esto no quiero decir que haya que regalar necesariamente cosas caras. No, por Dios. Pero sí ser conscientes de que el precio es relativo y que conviene, de vez en cuando, excederse por las personas que queremos. Escribía Salvador Sostres el otro día que regalar es tocar la cara de Dios —Él es desmesurado, desbordante—, y que sólo tiene sentido vivir dándolo todo. Claro que sí, sin complejos, aunque el regalo te haya dejado más seco que la resaca de Nochevieja. Regalar sin que nos importe mucho el precio es ciertamente poético, un acto de rebeldía frente a la lógica del ahorro y la prudencia.

El regalo no es simplemente dar algo, sino darse. En primer lugar, porque lo que regalamos queda tocado, marcado de por vida. Cuando hablamos de algo que nos han dado, a menudo tenemos presente a la persona que tuvo ese detalle con nosotros. Los objetos regalados adquieren un aura especial que evoca y nos recuerda ese momento de generosidad en el que desgarramos el envoltorio con vehemencia y damos las gracias y abrazamos a quien nos quiere.

En segundo lugar, porque un buen regalo requiere compromiso, implicarse en averiguar qué podría hacerle ilusión a la persona que tenemos en mente. Saber regalar revela la profunda vinculación que tenemos con el otro. Hace unos días le pregunté a mi mujer qué quería por Navidad. Me contestó que unos zapatos. Cuáles. Si te lo digo, pierde toda la gracia, respondió —siempre he admirado su profunda sencillez. El regalo es una aventura no exenta de riesgos, un rompecabezas, una adivinanza con varias soluciones, sobre todo si se trata de tu mujer. Si nos lo dan todo hecho, el regalo se corrompe. La degeneración de la Navidad comenzó con esas horripilantes tarjetas regalo que arruinan la magia y la emoción, y delatan la pereza por el otro o su desconocimiento. Los regalos, paradójicamente, combaten el materialismo y la eficiencia; lo que cuenta no es la materia, sino la relación con el ser querido. A veces las piezas no hacen el puzle, no acertamos con lo que habían pedido, pero sin duda es mucho más noble que dar dinero.

Vivimos en un mundo con poca esperanza, derrotista, que contempla al hombre como un desgraciado que vela por su propio interés. En una época nihilista, no hay motivo para celebrar nada, y por eso no hay un sentido del regalo. Sospecho que cuanto más damos y más nos damos, mayor es el grado de nuestra esperanza. Hacer regalos es un canto a la vida, la afirmación de la existencia como, valga la redundancia, un regalo.

Pablo Gasull
Periodismo y Filosofía de formación, trabajo en la consultora de comunicación PROA y hago entrevistas en CFA Society Spain. Tengo dos manías: leo libros en papel y me encanta subrayarlos. Reacio a las verdades absolutas, pero aliado de las firmes convicciones. Feliz en alta montaña, agradezco el silencio y averiguar los nombres de los árboles.