En 1897, una niña de ocho años llamada Virginia O’Hanlon escribió una carta al director del periódico neoyorquino The Sun. En esa carta la pequeña muchacha preguntaba al noticiero si Papá Noel era real, puesto que algunos de sus amigos renegaban de su existencia. En respuesta a su pregunta el diario publicó uno de los editoriales más famosos de todos los tiempos en el que decía: «Virginia, tus amigos están equivocados. A ellos les ha afectado el escepticismo de una era escéptica. No creen salvo en lo que ven. […] Sí, Virginia, existe Papá Noel. Ciertamente él existe igual que existen el amor, la generosidad y la devoción. […] ¡Ay! ¡Cuán aburrido sería el mundo si no existiese Papá Noel!».

Puede que ahora, viviendo un momento en el que ese escepticismo y relativismo es aún mayor, en el que muchas veces las preguntas que nos hacemos no encuentran respuesta, o las que nos dan son las fáciles y rápidas, sea el momento de preguntarnos, de nuevo e igual que hizo Virginia a finales del XIX, si ese espíritu de la Navidad efectivamente existe o si, por el contrario, nos vemos abocados a caer en el frío y en el vacío más absoluto. Si los Reyes son algo más que un reclamo para el efectivo consumismo del que nos vienen advirtiendo algunos agoreros. Y es por eso por lo que hoy, esta tarde, en respuesta a todo esto, me he vuelto a un recuerdo que me llena los ojos de lágrimas y la garganta de nudos. Vuelvo a aquel anuncio del sorteo de la Lotería de Navidad del año 2019. Puede que no lo recuerden, pero es ese en el que un exsuegro va a visitar a su exnuera tras el divorcio de esta con su hijo.

Y recuerdo ese anuncio, verán, porque evoca inevitablemente en mi memoria, y esto nunca antes lo había contado públicamente, uno de los momentos que más me han enseñado en mi vida. Fue aquella última Navidad, la última que disfruté en compañía conjunta de mi padre y de mi madre, porque «la situación era insostenible», se decía, y su divorcio fue inevitable. Pues bien, ahora, muchos años después, pienso en aquel último día de Reyes juntos, y lo recuerdo por un detalle que puede parecer insignificante, el regalo que mi abuelo paterno le hizo a su por entonces nuera. Esto puede parecer baladí, pero, poniéndoles en el contexto de que él nunca regala a nadie, comprenderán la excepcionalidad de ese pequeño detalle. Un regalo que contenía toda la emoción de un adiós en vida, de un no saber qué poder hacer y la enseñanza de ofrecer nuestra mano siempre, aunque ni siquiera sepamos cómo podemos hacerlo.

Quiero regalarles hoy este recuerdo de mi abuelo, por si les fuese útil para devolverles una ilusión que, a veces y por momentos, todos podemos perder de vista. Quiero regalárselo viendo en él lo que los Magos de Oriente hicieron cuando adoraron al Niño y le ofrecieron los dones de oro, incienso y mirra. Porque en ese dar estaba el dar(se) a los demás, en el caso de mi abuelo a mi madre y a todos nosotros. Mi abuelo se dio mostrándome, o más bien, demostrándome que nunca he de dejar a nadie atrás, que hay que estar unidos, que no puedo dudar ni mucho menos dejar de creer, si no quiero dejar de ver que hay amor, generosidad y devoción en el mundo. Mi abuelo, aquel 6 de enero, se dio para que yo ahora pueda afirmar sin ningún tipo de duda que sí, que los Reyes Magos existen y que hay que creer para ver, y no ver para creer.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.