Cuando la ruidosa comitiva de sabios atareados hubo pasado, Ananías preguntó a su hermano a qué venía tanto ajetreo. Andrés, hermano de Ananías, conocía de refilón ciertos aspectos relacionados con el tumulto que agitaba la ciudad desde los últimos días, aunque sin demasiada certeza. Era mediodía, y aunque el sol yacía escondido tras las nubes, la humedad y la alta temperatura hacían de la atmósfera un lugar insoportable. Una pequeña arboleda se erguía sobre ellos, proporcionándoles algo de sombra y frescura.

― Todo esto ―comenzó a explicar Andrés― es sobre aquel hombre que, según dicen, cura a los enfermos y predica la palabra de Dios. Esto es lo que he podido conocer de oídas.

― ¿Quién dices que es? ―irrumpió Ananías, quien no había oído hablar de ese hombre―.

― Yo no digo que sea nadie, simplemente replico cuanto he escuchado. Le llaman Jesús de Nazaret. Es un hombre recio y musculoso. Probablemente fuera herrero o tuviera algún empleo similar. Según pude escuchar el otro día, junto a la muralla, hay quienes le llaman maestro ―Andrés hizo una larga pausa y miró fijamente a su hermano―. Otros le llaman el Mesías.

El silencio dramático y la consiguiente afirmación dejaron a Ananías turbado durante mucho tiempo. Un lejano y aletargado recuerdo despertó tímidamente en él; sin embargo, cuantas más vueltas le daba, más extraño y confuso le resultaba todo. La tarde transcurrió sin novedades por parte de Andrés: vigilaba su rebaño en la distancia, protegido por las copas y la suave brisa que llegaba del norte. Pero Ananías había pasado demasiado tiempo bajo el sol y era ahora, junto a su hermano, que pareció enfermar de repente. Estaba mareado y la cabeza le daba vueltas, el sudor le resbalaba por la frente y un frío inexplicable e impropio de la época le abordó al momento. Andrés, alterado por la situación, lo tendió sobre la hierba para que encontrara reposo. Ananías tiritaba y lo último que vio, antes de sumirse en un profundo sueño, fue el rebaño de Andrés sobre el verde pasto en el que se encontraban.

Ananías despertó lentamente. Todavía sentía frío y el rebaño seguía allí. Pero estaba oscuro, como si hubiera anochecido, y sobre él una inmensa y viva estrella bailaba sobre su cabeza. A lo lejos las cumbres se mostraban blancas y unos pocos copos de nieve, los más resistentes, caían para inmediatamente desaparecer a sus pies. Vio a varios que se dirigían hacia un mismo lugar, en una misma dirección. Y al fijarse detenidamente reparó en que todos ellos eran niños. Unos corrían entre los pinos, otros guiaban su rebaño ―como el de su hermano Andrés―; unos se detenían en un acaudalado riachuelo que discurría en la hondonada del llano, otros recogían flores y formaban un gran ramo silvestre. Pero tenían en común una única cosa: una desconocida y genuina alegría asomaba entre sus rostros.

Algo duro como una piedra le golpeó súbitamente la cabeza. Era su hermano Andrés, con unos treinta años menos, que le increpaba con provocación para que se levantara y siguiera a los demás en la misma dirección. Ananías todavía andaba aturdido por no lograr comprender qué estaba sucediendo. Siguió a su hermano y a todos los demás que allí se congregaban cándidos y jubilosos. Caminaron durante un buen rato y nadie mostró signos de desfallecimiento ni cansancio. Pronto divisaron una multitud que formaba una suerte de círculo, como si estuvieran rodeando y admirando al mismo tiempo una misma cosa. Al llegar, se hicieron hueco para tratar de descubrir el motivo de tal disposición y los dos hermanos pronto conocieron, bajo el saliente de una loma, a una cansada mujer que acababa de dar a luz y a su agradecido esposo. Una misteriosa pero familiar calidez les embargó por dentro y por fuera, un espíritu insoslayable había transformado los vientos del alma y del ambiente. Olía a rosas y miel. Una imperturbable felicidad rebosaba como las copas de vino en las fiestas y el mero hecho de haber acudido devotamente a esa inusual llamada ennobleció al más vil de su condición.

Ananías se preguntaba qué era cierto y qué no. O si ambas situaciones lo eran o acaso ninguna. Los niños y mayores reunidos ofrecieron a la familia todo tipo de alimentos de cosecha propia, poca cosa, pues eran de naturaleza humilde. Pero para aquellos padres y para aquel niño en el pesebre todo era nuevo y brillante como el oro. Andrés se acercó tímidamente con el más joven y bello de los corderos de su rebaño, sobre sus hombros, y postrándose ante ellos se lo dio en ofrecimiento. Antes de que nadie tuviera tiempo a decir o hacer nada, la mujer se levantó y, sin tomar el borrego, cogió a su hijo y se lo ofreció en brazos a Andrés para que pudiera sostenerlo. Pareció un simple gesto amable, pero Ananías sospechó en el desapego y ofrecimiento de aquel recién nacido un porvenir casi profético. Los presentes entonaron cantos de alabanza y gratitud por aquella nueva vida venida al mundo y durante varios días les acompañaron y sirvieron hasta que llegó el día en que la familia tuvo que marchar.

Todo esto, que puede resultar una quimera, no es más que la evocación de un suceso lejano en la vida de Ananías. Un hecho que mucho tiempo atrás había olvidado hasta perderlo en los rincones más oscuros y desconocidos de la memoria. Pero la dulce evocación era verdad y no había nada que pudiera hacerle cambiar de opinión. No, ya no. Ananías despertó de nuevo y volvía a estar donde al principio. Andrés seguía a su lado, con un paño mojado entre las manos refrescando su rostro. El frío, la fiebre, el golpe de calor… habían desaparecido. Ananías se encontraba bien y siguiendo con la mirada aquella ruidosa comitiva que ya se desvanecía en el horizonte, reflexionó en voz alta:

¿Será cierto que eres el mismo niño de la noche oscura, donde los astros brillaron como nunca? ¿Eres aquel frente al que los miserables se regocijaron y cantaron los más bellos salmos de David? Pero este largo silencio… Casi treinta años han pasado. ¿Por qué hacerte esperar tanto tiempo? ¿Vas a liberarnos ahora? ¿Has reunido algún ejército invencible que nos despoje de las ataduras y la autoridad romana? ¿Quién eres, qué quieres, qué vas a hacer ahora con todos nosotros? ¿Por qué el recuerdo de la vida, ahora que más cerca te encuentras de la muerte? ¿Es que existe alguna relación?

Aunque contrariado al principio, Andrés había seguido pacientemente los razonamientos de su hermano, hasta el punto de verse a sí mismo en el mismo centro de tales cuestiones. Le dijo a Ananías que, semanas atrás, mientras el rebaño pacía y se refrescaba a las orillas del Jordán, había conocido a Juan, un hombre peculiar de palabra profunda. Tal vez podrían visitarle y formularle aquellas dudas. Así lo hicieron poco tiempo más tarde y este les envió, de su parte, al mismo hombre al que todos llamaban Jesús de Nazaret.

Obteniendo información de dónde estaba y con quién caminaba, lo alcanzaron después de varios días tras sus pasos. Salieron a su encuentro, mas el lugar era angosto y estaba abarrotado. Hablaba con sabiduría y en verdad. Sus palabras, su entonación… todo en él era atractivo. Era auténtico. Sus gestos eran sinceros y su mirada… Ay, su mirada. Entre una pausa y otra, Ananías, no sin cierto nerviosismo, se hizo hueco y se armó de valor para centrar en él toda su atención. Y preguntó, ante el tumulto, en voz alta:

― Juan el Bautista nos ha enviado a ti a preguntarte: «¿Eres tú el que va a venir o esperamos a otro?».

El nazareno fue a encontrar a aquel que se había atrevido a preguntar ante la multitud. Sus ojos entrañables se encontraron con los de Ananías y, acercándose a él, le susurró al oído:

― ¿Ya lo has olvidado, Ananías? Pregúntale a tu hermano. ¿No soy yo el Cordero?