El momento más navideño de mi vida sucedió una mañana de septiembre. Fue en Belén, durante un viaje familiar en el que mi abuelo paterno me regaló un instante que ya entonces presencié con la consciencia de la eternidad que acabaría adquiriendo con los años. Un momento paradigmático de una vida ejemplar.
Por aquel entonces, para mi abuelo, con nueve décadas intensas de guerra y paz bien cumplidas, caminar no era una tarea que realizase con soltura. Tampoco sus ojos operaban como antes. Leía con avidez en casa, donde enfocaba sin grandes esfuerzos, pero fuera de ella los contrastes de luz y profundidad se le hacían demasiado exigentes para ver con nitidez.
Aquella mañana, mientras Ariel Sharón visitaba la Explanada de las Mezquitas y estallaba la Segunda Intifada —de aquello nos enteraríamos por la noche—, nosotros hacíamos algo infinitamente más trascendente apenas 20 kilómetros al sur. Ajenos al caos, pasábamos las horas en la Basílica de la Natividad. Aunque doy por hecho que había más gente a nuestro alrededor, nos recuerdo solos descendiendo a la Gruta. A mi abuelo sus piernas no le impidieron atravesar, peldaño a peldaño, la oscura estrechez que separa el nivel del suelo de la cripta. Más que eso, le permitieron hacer ese tránsito sin la amenaza casi siempre absurda de la prisa. Un rato antes, sus ojos, también aliados, le ahorraron presenciar en la cuneta la chatarra de lo que alguna vez fueron carros de combate y evitaron que apreciase en detalle los check points que cruzamos desde Jerusalén.
Escribió Ángela Cabrera que «ni todos los libros de espiritualidad ni de teología ni siquiera de vidas de santos pueden sustituir la experiencia de adentrarse uno mismo en el Misterio». Toda palabra es inútil para describir lo naturalmente inefable. Aquella mañana de septiembre, donde nació el Salvador, los ojos de mi abuelo obviaron el mármol y las lámparas para mostrarle la madera y la paja entre las que Dios vino al mundo a reconciliar lo humano y lo divino. Así lo contaba convencido. Y así lo viví. Lo vivo. A través de sus ojos hastiados, que nunca vieron mejor, me adentré —me adentró— en el Misterio de Dios encarnado en un Niño que nos llama a postrarnos y adorarle pequeño, frágil. A arrodillarnos para mirar hacia abajo, por Amor, y no hacia arriba, por sumisión.
Entonces comprendí que la fe es un don y que tenemos la misericordia para aceptar que no todos lo hemos recibido. Entendí que, precisamente por eso, el Rey de reyes se encarnó en un niño pobre, frágil y perseguido. Por eso el Mesías no nació príncipe, siquiera hijo de, qué se yo, un comerciante respetado. Porque para postrarse ante un príncipe basta con cumplir normas, acaso con tener intereses. Se requiere mucho menos que para arrodillarse ante un recién nacido. La fe es un don, a veces tanto que nos muestra madera y paja donde todos ven mármol y lámparas.
Durante la última semana, como el año pasado, algunos de Los Nuestros se han pasado por La Iberia para hablar de la Navidad. Relatos, reflexiones, una catequesis, invitaciones a volver la mirada al centro de estos días, es decir el de todos los días, o el grabado que acompaña a esta felicitación, dibujado por Rafa Ruiz. Todos alrededor del acontecimiento más importante de la historia.
En La Iberia tratamos la Navidad como siempre lo ha hecho la gente corriente. Como mi abuelo lo hacía conmigo: con la naturalidad con la que se concibe la época que se transita y con la certeza, cuando menos la intuición, de su verdadero significado. La Navidad es una fiesta de abuelos y nietos administrada por padres y tíos, de la que aquí se habla, se celebra y se felicita por su nombre.
El tiempo en que la Palabra se hace carne para habitar entre nosotros, en el que la Promesa se hace Niño en un pesebre, lo vivimos este año con la alegría de ser testigos de una era de revelación y de gracias abundantes en la que nos encontramos con Dios más presente, hasta por medio de personas que antes nunca antes nos hablaron de Él. Una época en la que el milagro de lo pequeño se hace visible en medio de la oscuridad, a través de experiencias concretas que muchos podemos relatar.
Entre quienes quisieron arrastrarnos a no vivir enajenados en la fantasía de evitar morir, rodeados de los que nos invitan a ignorar la verdad de la Navidad por lo material, unos, los de siempre, para festejarla obviando lo sagrado, y otros, los de ahora, para pasarla aislados, sin reunirnos en torno al Misterio, resuena incontestable la Palabra: «El que trate de salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la salvará».
Cuando el mal arrecia por el camino del miedo y la culpa, vuelve a hacerse evidente que el Evangelio es una revolución. Aquélla que dejó de verse como tal porque la generación de mi abuelo, consciente de la importancia de lo pequeño, dejó un mundo admirablemente mejor del que encontró. Un mundo en el que era impensable dudar del prójimo. En el que el trabajo era un medio efectivo, real y honrado de vida. En el que la familia no tenía adjetivos.
Tres años después de aquella mañana de septiembre, mi abuelo marchó a la Casa del Padre recordando la madera y la paja entre las que Dios se hizo Niño, sin imaginar que la sociedad que la generación más admirable de la historia nos legó apenas permanecería en pie poco tiempo después.
Con la esperanza de que volvamos al Misterio de lo pequeño, a ellos, y a todos, pero sobre todo a ellos, Feliz Navidad.