Un 6 de enero un adulto no vive, revive. Como un pacto de fidelidad al niño que fuimos y alimentados por la ilusión de los que ahora nos rodean, vivimos este día con la mirada de entonces. Tomamos aquella perspectiva desde la cual las navidades se hacían eternas y los años infinitos.

Ahora todo pasa deprisa. Volvía a ser viral hace unos días aquella columna de Manuel Vicent escrita en 2009 que habla sobre la fugacidad del tiempo. Tan fugaz que uno puede escribir 2009 y confundirlo con 2019, como me ha ocurrido hace un momento. «Después de Reyes, un día notarás que la luz dorada de la tarde se demora en la pared de enfrente y apenas te des cuenta será primavera», dice Vicent, y a uno le empieza a invadir una sensación terriblemente familiar. Alargarán los días, florecerán los cerezos, al instante será verano y un rato después volverán a sonar villancicos. Suena tan vertiginoso como es.

Aun así, termina Vicent con algo de esperanza. La clave está, dice, en que te pasen cosas distintas todo el tiempo, como cuando eras niño. Si bien no estoy segura de poder hacer que me pasen cosas distintas constantemente, sí quiero volver a hacer algunas de ellas como cuando era niña, y una de ellas es leer.

Hace no tanto tiempo, no tenía ni idea de cuántos libros leía al año. Al llegar mayo o junio, ya no era capaz de recordar todos los títulos que había leído, y no porque estos fuesen innumerables, sino porque no los contabilizaba. Leía un libro y no miraba las páginas que me quedaban, me paseaba por la historia.

Sin embargo, ahora me sorprendo una vez más calculando los libros que podré leer este año, mirando los pendientes y calculando páginas. Estableciendo tiempos como quien configura una reunión periódica en Outlook. Qué cosa más espantosa, qué aberración, convertir la lectura en reunión, plazo o vencimiento. No imagino mayor traición a aquella niña que se escondía detrás de cortinas para leer sin molestias, o aquella jovencita a la que casi echan de clase por leer detrás de una columna.

Pensando en todo esto, no puedo evitar recordar esa historia que contaba Pennac: «En la biografía que dedica el poeta George Perros, Jean-Marie Gibbal cita esta frase de una estudiante de Rennes donde enseñaba Perros: “Él (Perros) llegaba la mañana del martes, desgreñado por el viento y por el frío en su moto azul y oxidada. Encorvado, con un chaquetón de marinero, la pipa en la boca o en la mano. Vaciaba una bolsa de libros sobre la mesa. Y era la vida”».

Así que lanzo los libros sobre la mesa, desordeno pendientes, borro objetivos y vuelvo al caos. Me entrego a la intuición. Establezco un único objetivo: no tenerlo. Vuelvo a leer como un depredador. Con la mirada y el tiempo de un niño.