Cuando escucho un dato estadístico, pienso en Les Luthiers y en Dámaso Alonso. De los argentinos geniales recuerdo cómo explican con solemnidad que «cinco de cada diez dentistas son la mitad», y así, con la inteligencia que precede al humor, le quitan importancia a la estadística, relegándola al lugar discreto de los meros datos. De nuestro poeta me viene a la cabeza el principio de Insomnio, lo de que «Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas estadísticas)”. Los datos no lo serán todo, pero sin duda los hay tremendos.
He dado al azar con uno de esos datos significativos: según las últimas estadísticas, el incremento de perros en las ciudades ha sido, desde el final de la pandemia, del 38%. Con tanto afán canino, a uno le entran ganas de seguir declamando el poema de Dámaso Alonso: «A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo / en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna». Uno sabe que ya vive en una ciudad de más de un millar de perros (según las últimas estadísticas).
Vaya por delante que no tengo nada en contra de los perros, animal de lealtad probada. Y aclaro, para prevenir cualquier ladrido inoportuno, que me admiran la calidez de su compañía y las demás utilidades que le procuran al hombre. Hay muchos motivos buenos para tener un perro y cuidarlo.
Dicho lo anterior, me parece que al personal se le empieza a ir la pinza con todo lo que rodea al mundo canino. Lo accesorio empieza a tener proporciones principales y ridículas. Una cosa es, por ejemplo, tener limpio y aseado al perro, y otra muy distinta que al animal se le procuren unos cuidados que en el mundo de los humanos sólo recibirían los adictos al lujo. El otro día vi un anuncio inmenso en un autobús: «Tratamiento personalizado para el rey de la casa”, y, para que el claim no fuera confuso, venía acompañado de unos dibujos del rey en cuestión. Un monarca perruno, claro está.
Espero que el lector lo haya advertido. La cuestión no es ya lo del «rey de la casa», de por sí patética. Lo chusco es lo del tratamiento «personalizado». El Código Civil dice ahora que los animales «son seres vivos dotados de sensibilidad», y hace referencia a su «cualidad de ser sintiente». Es como si, una vez abierta esa espita, considerarlos «persona» (y, por tanto, «personalizar» cuidados) ya no resultara chocante.
Se me dirá, con razón, que lo del autobús era sólo un anuncio, y que su finalidad era llamar la atención (cosa que, en efecto, ha hecho). Lo concedo. Pero, yendo más allá del anuncio de marras —esto es, pasando de la anécdota a la categoría—, lo que no asumo es que, al tiempo que se escatima en cuidados paliativos para las personas, se dilapiden energías y recursos en dar a los animales unos mimos que no necesitan.
Un perro no aspira a ser el rey de su casa, sino que, llevado por un noble instinto, se afanará en protegerla. Sólo la persona merece un tratamiento regio. Quizá esto pueda servir como punto de partida para contener la perrofilia creciente, según las últimas estadísticas.