Uno de mis más incorregibles defectos es la incapacidad para morderme la lengua cuando se presenta la oportunidad de ofrecer a la audiencia un chascarrillo cultureta que nadie ha pedido. Vamos, que soy un pedante.

Porque hay una línea muy fina entre la erudición y el efectismo. La frontera se sobrepasa cuando uno aporta un dato no con genuino ánimo de compartir el conocimiento o de enriquecer la conversación, sino de que los demás se admiren secreta o manifiestamente de lo que uno sabe. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando de forma aparentemente inadvertida se desliza el comentario de que Mozart sólo compuso la mitad de su Réquiem o de que Bertín Osborne es sobrino-bisnieto del mentor de Tolkien.

El pedante es (soy) arrogante, inoportuno y vano, y lo que dice —digo— es invariablemente inútil. Lo recordaba hace no mucho Julio Llorente en una magnífica columna que, claro, me hirió en eso que tanto me sobra, el orgullo. Decía Julio que toda sabiduría verdadera se asienta necesariamente en la virtud de la humildad. Por tanto, lo que uno trata de pasar por sabiduría muchas veces es sólo conocimiento, cuando no pura pomposidad verborreica.

Tomando la analogía evangélica, ser pretencioso es a ser culto lo que ir tocando la trompeta a dar limosna. Y es que, como dice Louisa May Alcott en Mujercitas, «la vanidad echa a perder las mejores cualidades».

Más ejemplos de engolada ostentación son saber (y decirlo en voz alta, ahí está la clave) que la catedral de Sevilla se proyectó un metro más baja que la basílica de San Pedro, porque, claro, una cosa es presumir de seo y otra ser más papista que el Papa. También lo es saber que la palabra ministro viene del verbo servir, o que a Aristóteles los académicos lo llaman simplemente el Filosófo y a Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico.

Lo mismo sucede, por seguir con pensadores, cuando uno dice Decág, en vez de Descartes, o enuncia en italiano medieval el verso que Dante dejó escrito en el dintel de la puerta del Inferno. Y no les digo nada si se recita de memoria algún que otro pasaje de Shakespeare.

Capítulo aparte merece el cine, por ser el particular sitio de mi recreo. Así, nunca me resisto a comentar que, en la famosa escena que da título a Cantando bajo la lluvia, lo que cae no es agua, sino leche; que Marlon Brando se llenó la boca de algodón para lograr ese particular deje al hablar durante su audición para El Padrino; o que la leyenda cuenta —print the legend— que la razón del misterio que envuelve a Centauros del desierto es que John Ford arrancó varias páginas del guion porque la filmación de la película iba con retraso.

Tal vez el lector esté pensando que, en un intento por denunciar mi vanidad, lo que he conseguido con esta enumeración es esparcir todavía más mi pedantería. Eh, ¿pero a que soy un tipo culto?