La Misa Crismal es una de las celebraciones de la Semana Santa menos comunes y populares de estos días de devociones, quizás porque está muy orientada al presbiterado, pero con una carga de sabor y sentido hermosas. Suele celebrarse, según los lugares, en esta mañana de Martes Santo, aunque en otros sitios se tiene el Miércoles o el mismo Jueves Santo.
En ella el obispo de cada diócesis bendice los crismas y óleos que se repartirán por todos los templos del lugar que tiene encomendado en su misión de cuidar y acompañar y hacer fructificar y reafirmar la fe. Son el óleo de los catecúmenos, el de los enfermos, y el santo crisma, que se usarán para los distintos sacramentos —que se realizarán durante el año que media entre pascua y pascua— de bautismo, confirmación, unción de enfermos y ordenación.
También en esa eucaristía los presbíteros diocesanos renuevan sus promesas de ordenación ante su obispo: ayudarle en su misión; predicar el evangelio; celebrar la liturgia de la Iglesia; guardar el celibato; orar sin desfallecer; ser «otros cristos» para todos con los que se crucen; y obedecer y respetar en su misión a su obispo y superior.
De algún modo, es la eucaristía en la que la paternidad espiritual de un obispo sobre los fieles que está llamado a cuidar y acompañar y reafirmar en su fe se muestra. Y cómo los sacerdotes son sus manos y labios y pies y ojos para desarrollar esa misión de cuidar la fe en el territorio que tiene encomendado.
Este martes, el evangelio nos hablará del anuncio que hace Jesús de que sufrirá la traición y que será entregado. Y es profundamente conmovedor ver cómo en la misa crismal precisamente lo que se quiere es caminar y vivir en fidelidad, frente a la traición a Jesucristo. Vivir en la fidelidad a una vocación, a un servicio, a una misión, a una espiritualidad, a una Iglesia que quiere ser continuadora de la presencia y servicio y misión de Cristo para los hombres. Vivir en fidelidad a Jesucristo. Vivir en fidelidad a su pueblo.
No está actualmente, al menos en esta Europa nuestra, la figura del sacerdote especialmente bien vista. Demasiados escándalos, demasiadas traiciones, han opacado su misión y su perfil. Ciertamente como imagen social, porque después, en la cercanía del trato individual, siempre hay quien conoce a un magnífico cura, al que se le suele decir que no lo parece. No parece esa caricatura —que por desgracia se ha dado, nadie dirá que no, y que es la que ha generado esa imagen social tan extendida— de abusadores o trepas buscadores de poder o manipuladores de conciencias o vividores o meapilas alejados de la realidad. Son, por contra, los sacerdotes gente generosa, servicial, honesta, profunda, disponible, comprometida y de corazón limpio, espirituales, fieles, entregados, cuidadosos. Y, extraño tiempo, siendo los más así son los que menos se ven y de los que menos se habla frente a los que desdibujan su identidad con traiciones, que siendo los menos, son de los que más se habla.
No es fácil ser sacerdote en nuestro mundo. Quizás nunca lo fue. Y no es la soledad o la sobrecarga de trabajo lo menor en las dificultades, pero hay más ciertamente. La incomprensión, el prejuicio, la propia duda. El perfil, la misión, las tantas necesidades que nos rodean. Y sin embargo creo y tengo para mí, que se llevarían dentro de lo que cabe bien, si pudieran vencer a la mayor tentación de infidelidad que tiene al final un presbítero: que el mundo con sus mil y un estímulos —y no todos malos, evidentemente— acabe alejándose de la fuente que le da su verdadero ser, de la espiritualidad y la oración y la búsqueda de Jesucristo y de su misión de construir el Reino.