Lunes Santo

Cuando se intenta narrar los días de la Semana Santa, este Lunes se le identifica con el día de la purificación del Templo a latigazos contra cambistas y vendedores, y tras eso, la retirada de Jesús a Betania, a la casa de sus amigos Marta, María y Lázaro, donde será ungido, como en una premonición de la preparación de su cuerpo para el entierro.

Betania es una aldea en la falda oriental del Monte de los Olivos, a unos tres kilómetros al este de Jerusalén, así que —salvo orografía en contra— puede verse la ciudad de David desde allí. No sé si cabría imaginarse a Jesús en esa tarde, mientras caía el sol, mirando a Jerusalén, pero así me llega a mí este Lunes Santo. Lo imagino en un pequeño jardín, con algún olivo, lavanda y quizá un rosal. Quizá también algún chaparro, una higuera, un cerezo en flor o un naranjo ya con azahar, que mezclan sombras, reflejo, brillos y aromas. A lo mejor un ciprés tras la tapia. O una palmera. Un jazmín en un rincón, algún arriate oloroso de romero, tomillo o albahaca, una glicinia comenzando, exuberante, a florecer. Geranios en macetas. Una dama de noche aún cerrada. Algo de hiedra en el muro. Quizás algún gato por allí tumbado. O mejor aún, un perro cerca al que le acaricia las orejas. Y Jesús, sentado, mirando a Jerusalén, poniéndose el sol, dorado y suave, entre anaranjados y nubes. Lo imagino pasando por muy distintas emociones y por todas a la vez. La calma y la paz del lugar y los amigos. La inquietud y la tristeza de lo porvenir. La decisión firme, el miedo humano, el amor. La confianza en Dios. La melancolía. Una aún informe esperanza. La angustia de lo que tenía que pasar. Y Jerusalén de fondo. Como lugar de infortunio, y de esperanza. De lo más terrible, pero también imagen y cuna y meta y destino de todo lo mejor.

Jerusalén para el pueblo judío siempre fué más que la ciudad física. Y el cristianismo —y seguramente también el islam— así lo heredaron. Jerusalén era un símbolo de las promesas de Dios. Un sueño, una esperanza. Jerusalén, la ciudad de David, la ciudad de la Paz verdadera, la ciudad de Dios. Construida sobre el monte Moriah, donde Dios detuvo la mano de Abrahán, quizás donde le hizo mirar las estrellas del cielo para prometerle que así serían por todo el tiempo de la historia sus descendientes. La ciudad que siempre fue memoria y anhelo de los exiliados y deportados, de los que sufren en el tiempo, esperando regresar y ser sanados y amados. Signo del cuidado y de la protección y de las promesas de Dios para los hombres. De su amor. De la esperanza de un futuro mejor. El símbolo de la Ciudad definitiva donde todos los anhelos humanos se hacen realidad, imagen, al fin, del mismo Dios. Y el lugar donde Dios encarnado, Jesucristo, morirá y resucitará, para traer la salvación.

¿Qué vería Jesús, en Jerusalén, esa tarde? La esperanza, la traición, el dolor, el miedo, la promesa, el amor… Quizá el futuro, la constante conflictividad que la ciudad terrena, imagen del conflicto del hombre con Dios, sufriría.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.