Cuando Adam Smith escribió que «no es por la benevolencia del carnicero, del cervecero y del panadero por lo que podemos contar con nuestra cena, sino por su propio interés», estaba asentando los pilares del liberalismo. Para Smith, el principio motor por el que nos relacionamos con los demás es, en primera instancia, de tipo económico y material, una forma de cooperar entre individuos desconocidos que no comparten los mismos fines. Cuando un fabricante de neveras en Japón dispone los medios para que una madre de Cáceres conserve sus alimentos para dar de comer a su familia, es evidente que no le mueve el hambre de los hijos, sino su interés por vender frigoríficos.
Más tarde, Hayek definió este sistema como el «carácter abstracto de las normas morales en un orden extenso», y coincidía con el filósofo escocés en que los demás nos interesan en la medida en que acceden al mercado e intercambian bienes conmigo. Para que este sistema funcione, es necesario que el conjunto de la sociedad respete dos principios indiscutibles: la propiedad privada y el libre mercado.
Se instaura, así, la moral capitalista, que se restringe desgraciadamente a estos dos principios. Mientras ambos estén presentes, el hombre es libre de configurar su vida privada como considere. Por ejemplo, si un individuo viaja lujosamente a un país pobre y sólo mira por su propio bienestar, no hay nada que se le pueda reprochar moralmente, ya que cumple con los dos principios mencionados. Si con su viaje contribuye a la economía del país y fomenta el trabajo y el turismo internacional, ¿qué hay de malo? Así, tampoco existe un conflicto moral cuando un individuo invierte en una mina de litio en el Congo y está más preocupado por maximizar la rentabilidad y en decidir a dónde se va de vacaciones que en resolver la pobreza del país africano. Para la moral capitalista, la intencionalidad o disposición interior de una persona es irrelevante para juzgar si su acto es malo o bueno.
Según esta lógica, el lujo es una virtud, ya que fomenta los dos principios mencionados. El inversor de Wall Street que tiene su barco en Bahamas, esquía en Aspen y disfruta los veranos en Ibiza da de comer al patrón, al mecánico de los telesillas y al camarero de Pachá. Y este acto es considerado bueno, independientemente de si al inversor disfrutón le importa la vida de esas personas. En este contexto, ayudar a los demás significa maximizar la rentabilidad de mi propiedad.
El capitalismo olvida dos cuestiones fundamentales: primero, que nuestras relaciones sociales van más allá de un intercambio comercial —para Smith somos en primer lugar seres comerciales, no familiares—; segundo, que la intencionalidad de una acción define su carácter moral, es decir que, si no hay una intención genuina de ayudar y pensar en el otro, realmente no estamos haciendo nada por los demás.
Vivimos en una sociedad que se conforma con la realidad definida por Smith, y cree que es la forma más realista de explicar nuestras relaciones sociales. Para Smith, no existe una ayuda desinteresada e incondicional. Ésta sólo se da en casos excepcionales, pero no corresponden con la regla general. Partiendo de esta observación, los demás no son una obligación moral, sino legal. Hacer el bien no forma parte de lo justo, luego el omitirlo no es una injusticia moralmente hablando. Hacer el bien me es conveniente, favorable a mis intereses, pero nunca un deber, porque yo no debo nada a nadie. Como vemos, para Smith el actuar humano se mueve en función de cálculos preferenciales: «El hombre no da nada gratis». Por eso, el individuo que busca su propio bienestar, independientemente de los problemas del mundo, no está haciendo nada malo, y actuar de forma desinteresada por los más pobres tampoco supone una obligación. En una relación contractual y económica es evidente que la disposición o sensibilidad moral por el otro es irrelevante. Si lo que nos vincula son los intercambios comerciales, el consumo es un valor loable y cualquier lujo está justificado.
En la antropología cristiana ocurre justamente lo contrario. La disposición interior, la intención de una acción, define el tipo de persona que somos. Por lo tanto, para un cristiano sí existe un conflicto moral cuando se viaja lujosamente a un país donde la gente se muere de hambre. Es más, el lujo ya es de por sí problemático porque supone una desconsideración o desentendimiento de los demás.
Si en el liberalismo el protagonista es el yo —recordemos que ayudar al otro significa rentabilizar mi propiedad—, en el cristianismo es el tú; sólo a través de los demás desarrollo mi persona. Se trata por tanto de una vinculación desinteresada, de una relación más profunda que tiende a la intimidad del otro. A diferencia del liberalismo, la cooperación no se da entre individuos desconocidos que buscan su propio interés, sino que exige nombres y apellidos, demanda a la persona concreta y requiere la mirada y el tacto con el otro; no hay verdadera caridad sin rostro.
La vida de Santa Teresa de Calcuta es inexplicable para Smith, y no es de extrañar que algún liberal sospechara que su compromiso con los pobres respondía en el fondo a su propio interés —a la búsqueda de reconocimiento, por ejemplo. Si el capitalismo se fundamenta en el incremento de la riqueza material, la renuncia y la austeridad son dos experiencias anómalas.
Recordemos aquel pasaje del Evangelio de Lucas en el que Jesús ve a una viuda pobre echar dos monedas y les dice a sus discípulos que ha dado más que los ricos con sus cuantiosos donativos: «Porque todos estos han echado lo que les sobraba, mientras que ella, no teniendo recursos, ha dado todo lo que tenía para vivir». Con este relato nos enseña que la acción más noble es la que transforma el corazón, porque no se trata únicamente de dar algo, sino de darse. Por eso, un cristiano no se sorprende cuando un famoso dona mucho dinero por alguna buena causa. Si no hay una conversión interior, una renuncia de la riqueza que poseemos, nuestra acción será en vano. Cuando era niño, le pregunté a mi madre cuánto dinero había que dar en la parroquia. Su respuesta se me quedó grabada para siempre: «Lo necesario para que te duela en el bolsillo».
Hay quien ve en la renuncia de los bienes un peligro social. Si todos los brokers de Wall Street decidieran un día abandonar sus propiedades para irse a cuidar a los enfermos de Calcuta, el turismo en Bahamas, las estaciones de esquí en Aspen, las discotecas de Ibiza e incluso las misiones de Calcuta colapsarían. Es posible, pero el argumento está mal planteado, ya que se está reduciendo el proyecto de la madre Teresa a un ideario económico destinado exclusivamente a resolver las carencias materiales. Quien piensa así cree que la misionera buscaba un modelo que confiscara las propiedades de los más ricos para dárselas a los pobres. De ahí que en no pocas ocasiones se malinterprete el cristianismo con el comunismo. Sin embargo, lo que le preocupaba verdaderamente a Santa Teresa de Calcuta no era la escasez material, sino que los pobres se sintieran abandonados y repudiados por sus semejantes. Lo que más ansiaba es que aquellas personas se sintieran escuchadas, que el amor restaurara las heridas de sus corazones y que experimentaran el Reino de Dios en su interior.
El hombre smithiano es un hombre de mínimos que no aspira a la grandeza. Observa que el amor es débil y se conforma con la prosperidad del comercio. Repite con orgullo que no ha habido ningún sistema económico que nos haya llevado a los niveles de prosperidad y estabilidad que disfrutamos en la actualidad, pero ignora que el ensimismamiento y el olvido de los demás nos conduce al abismo. En definitiva, un hombre de poca fe que considera que la bondad no es suficiente para transformar la dinámica del self-interest. El cristiano, en cambio, se rebela contra esta situación y no se resigna a una vida cómoda. Renuncia a sus bienes por un Bien mayor. Sabe que su Reino no es de este mundo y que, en la intimidad del otro, en lo sagrado de cada uno, se encuentra la verdadera riqueza.