Hace algo más de un año fui con Niki a Sicilia. Los que me conocen saben que tengo una obsesión por esa isla que roza lo enfermizo, pero hoy no he venido a hablarlos de eso. Otro día, si se tercia, contaré por qué estoy tan enamorado de Sicilia. De momento basta con saber que planeo casarme allí, como Michael y Apollonia, comprarme una casa parecida a la del príncipe de Salina y comer las naranjas que comía don Corleone.

El segundo día de nuestra estancia en Palermo decidimos ir a la playa. Habíamos alquilado un coche por internet, el más barato que encontramos entre los automáticos que la empresa ofrecía: siempre he detestado conducir con marchas. Me había imaginado que nos darían un Fiat 500, algo muy propio para recorrer la isla, pero nos dieron un Peugeot azul eléctrico. Era feo y muy hortera, como de futbolista de Segunda B que lleva el pelo rapado por los lados (con degradado), el flequillo algo más largo y las patillas en uve. Por lo menos era rápido: a pesar del tráfico, llegamos a Mondello en sólo veinte minutos.

A mí me encanta la playa. No tanto como lugar; más bien como símbolo. Siempre la he concebido como un bastión, como un reducto frente al capitalismo. Al fin y al cabo, a la playa acuden ricos y pobres a compartir arena y mar. Los pies del bróker y los del dominguero se ensucian igual; el salitre irrita la piel de ambos. Pero no en Mondello. En Mondello toda la playa consiste en parcelas valladas. En Mondello, si quieres tumbarte, tienes que dar tus datos, pagar diez euros y pasar por un torno. Y, si no te apetece pagar o no puedes hacerlo, la única opción es acomodarte en el pasillo de tablillas de madera que conecta el paseo marítimo y la arena. También puede uno sentarse en el escaso metro de arena que separa el mar y la valla y rezar para que la marea no suba. A los sicilianos no parecía preocuparles demasiado: charlaban y tomaban el sol de pie hacinados en los trocitos de arena que los empresarios no habían podido copar.

Ese día descubrí que la playa no es lo que yo pensaba. Eché de menos a los niños haciendo castillos o jugando al fútbol, a las familias sacando latas de berberechos y bocadillos de chorizo a la hora de comer y, sobre todo, las sombrillas de Coca-Cola que se vuelan en cuanto sopla algo de viento. Una playa sin sombrillas de Coca-Cola es asquerosamente elitista. Creo que ni siquiera había vendedores ambulantes ofreciendo barquillos o dulces. Desde entonces sólo me queda el mar; parece que sólo el mar se resiste a que el capital imponga sobre él su tiranía. De momento, claro, porque no creo que quede mucho para que algún brillante emprendedor hecho a sí mismo parcele el mar y cobre diez euros a todo aquel que quiera bañarse.

Aun así, de ser el mar tiranizado, nos quedarían todavía los domingueros. Ellos serían nuestra última esperanza. Y por «dominguero» no me refiero sólo a los sicilianos que pasan el día en Mondello sin pagar por su pequeño trozo de arena; también a esos portugueses que invaden las playas de los alrededores de Vigo los fines de semana. Son —los domingueros, no los portugueses— la viva expresión de que la playa es de todos; de que, si sube la marea, queda el pasillo de tablillas de madera, y de que, aunque cobren por tumbarse, siempre podremos sentarnos en la orilla. Hacinados, incómodos y acalorados, pero libres.