Escribió Jaume Vives hace unos días un artículo en El Debate de hoy, que no el de siempre, y de él rescato esto: «La rutina tiene su belleza, pero el mundo moderno la ha difuminado y nos ha confundido hasta el punto de hacernos aborrecer lo cotidiano». Con Jaume comparto casi todo, desde un profundo interés por Oriente Medio hasta el cariño por el delirio de Tabarnia, pero con Jaume todo lo comparto a medias.

Sostiene en su artículo que, en la estabilidad de lo cotidiano, en la certeza de la rutina, el hombre puede encontrar belleza. Y en este punto estoy de acuerdo con Jaume. ¡Faltaría más! Sin embargo, añade que se nos ha instado a mirar hacia arriba como si el progreso residiera tener más, ser más; y en esta mirada hacia arriba —¡hacia lo alto!— el hombre cae en una profunda insatisfacción, que en el fondo es lo contrario a la felicidad.

Con Jaume, como decía, estoy casi siempre de acuerdo. O, mejor, estoy siempre casi de acuerdo. Pero anduve hace poco tiempo por Sevilla y aún saboreo melancólico mis pasos por la ciudad. Sevilla me hizo entender que hoy en día es más necesario que nunca mirar hacia arriba, poner los ojos en lo alto. Y Jaume me ha recordado la lección hispalense. Llegó Carmena a Cibeles y pensó que la rutina de los madrileños nos sería más agradable con poemas en los pasos de peatones, como si adornar el asfalto fuera a ennoblecerlo. Carmena quiso hacernos mejores mirando hacia el suelo, imprimiendo palabras de Rosendo y Frida Kahlo en las calzadas de Madrid, pretendiendo crear arte donde el hombre sólo ha de pisar.

Sevilla, sin embargo, es un constante levantar de ojos y de alma. Porque, cuando entonces, no la decoraron con haikus por los suelos sino con pináculos por las nubes. Dicen que en el orden católico viene «primero la obligación y luego la devoción». En Sevilla la devoción es obligación y la obligación resulta devota. Por eso este peregrinaje sin botafumeiro invita a mirar hacia arriba, a aspirar a la excelencia, a recordar de lo que fuimos capaces.

Como en Sevilla el tiempo pasa muy lento por dentro pero frenético por fuera, aquel día con mis amigos tuvimos que apresurarnos para llegar a misa de ocho. Por esa cosa de la devoción y la obligación, concluimos que lo mejor sería ir a cuantas más misas fuera posible para el bien de nuestras almas y, por qué negarlo, de nuestros bolsillos. De haber sido posible, habríamos oído misa hasta en La Maestranza. Así, visitamos gratuitamente la iglesia del Divino Salvador, comulgamos y desde los portones del templo disfrutamos de un quejido de cornetas que quisieron transportarnos al Viernes Santo. En Sevilla hasta un sábado intrascendente de enero puede propiciar el estremecimiento de las masas. ¡En Sevilla hasta en invierno miran hacia lo alto! Claro que el meme se convierte en certero cuando a la talla de un Niño le acompaña una legión de trompetas con acento andaluz. En Sevilla descubrí el sonar de los coros celestiales, la melodía de Belén y los compases del Gólgota.

Así, terminamos aquel día deambulando por el Paseo Cristóbal Colón y el Paseo de las Delicias, porque en Sevilla las calles son paseos y los paseos son religión: mucha razón y más fe. Y de esta forma llegamos a un garito a orillas del Guadalquivir donde las copas tenían precio de agua, quizás porque comercializar el agua en Sevilla sería como vender bulas en Roma. Herejía institucionalizada.

La misión del domingo era llegar a misa de once y media. Nada más. Nada más importante, quiero decir. Nos sorprendió ver que, frente al retablo más imponente de la Cristiandad, junto a la tumba de Colón, bajo las bóvedas más impresionantes de la península, estuviéramos pocos en misa. Nuestra pena cristiana quedó anulada al rato. La misa de once y media estaba vacía porque madrugar en Sevilla obliga a pasar por el confesionario. ¡No vean como estaba la de doce y media! Fuimos de nuevo a misa porque era domingo y porque así nos ahorramos la entrada. Estuvimos un par de horas entre aquellas paredes y uno se hubiera quedado a vivir en ese coro de madera tallada, o en la capilla real cuyo mármol ancestral invita a la tortícolis. Y aquí quería yo llegar.

Sevilla es irremediablemente una ciudad católica, y cada adoquín me llevó a pensar en el dogma, cada edificio, cada ornamento, cada Virgen callejera, cada pináculo, me transportaban a la doctrina. Sevilla se construyó para mirar a Dios, para dirigir la mirada hacia lo alto, para sabernos mejores. Para recordar que el hombre sabe pintar microcuentos en el asfalto pero también erigir gigantescas obras de arte. Que nosotros sabemos encontrar la belleza en lo cotidiano, pero también poseemos ese afán delirante y empecinado que nos permite ser grandiosos, o sea, verdaderamente humanos. Por eso el dolor de cuello de Sevilla es la molestia en las rodillas de la Scala Santa romana. Dios construyó Sevilla y su Giralda para ser admirado en sus obras, para ser rezado en los paseos, para ser visto en el majestuoso escondite de las tallas catedralicias de alabastro.

Fueron días de mirar a lo alto y por eso Sevilla tiene un color especial. Porque no adorna sus calles con poemarios en pasos de cebra sino con naranjos en lo alto, Vírgenes en las paredes, aleros decorados con elegancia, torres orientadas al Edén y edificios sumisos a la mirada de Dios. Porque Sevilla es un regalo de Dios al hombre y del hombre a Dios. Es el último de los nexos entre las criaturas y el Creador, porque en Sevilla la mundanidad es divina y la divinidad se hace mundana, se nos hace accesible. En Sevilla hubo una época en que el hombre miró hacia arriba y por eso hoy es crucial recuperar esa mirada, quizás envidiosa, seguramente afanosa, que ve en la virtud un aliento para mejorar. Quizás por eso volví de Sevilla con ganas de regresar. Porque Dios siempre deja con ganas de más. Sevilla me abrió el apetito. Hoy le ruego a Madrid que no me lo cierre. Miremos hacia arriba.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.