Stefan Zweig cuenta en Una boda en Lyon el reencuentro de dos enamorados en el oscuro sótano de una cárcel antes de ser fusilados por los jacobinos. Cautivados por un amor esperanzado, los prisioneros de la celda —uno de ellos es cura— disponen de forma improvisada un altar y asisten a un acontecimiento extraordinario, la boda de un amor que decidió quererse a pesar del infortunio. «Aquella antesala de la muerte mal ventilada —escribe Zweig—se convirtió por unos instantes en una iglesia».
Esta historia demuestra cómo el hombre, a través del cuidado y el amparo, es capaz de transformar el mundo en un lugar habitable, incluso los lugares más insospechados como una cárcel donde los presos esperan su muerte. Existir es resistir a las disoluciones que acontecen en la vida —violencia, indiferencia, opresión, enfermedad, desigualdad— y dar cobijo para protegernos entre nosotros.
Sin cuidado y amparo, la vida se vuelve hostil e inhóspita. Es en el hogar donde florece lo humano con más fuerza. En esta metafísica del arraigo, la proximidad, la unión con los otros —habitar es siempre coexistir— y la sed por las cosas concretas, las que se vinculan de forma más significativa, son elementos imbricados. Los grandes espacios, los lugares ajenos y desunidos —un aeropuerto, un rascacielos, el metro— no pueden ser acogedores; la casa modesta y sencilla siempre será más hogar que el gran palacio. De niño, construía una casa con los cojines y las mantas de mi habitación, e invitaba a mi madre a que entrara en mi pequeña intimidad. Con la linterna encendida, los dos ahí metidos, nos sentíamos queridos, cercanos.
La calidez es una cualidad intrínseca del hogar y para que se muestre es necesario el arraigo, las raíces, en otro sentido, el pasado y la memoria. El piso de mi abuela es más casa por el cuadro de La caseta —así llamaba a la finca donde veraneábamos en la Costa Brava antes de que levantaran una urbanización alrededor—; la cama en la que nació mi padre y que todavía conserva; la maqueta de tren con la que jugaba mi abuelo de niño; el reloj de salón, de esos que hacen tic-tac, o la colección de imanes de la nevera —les encantaba ahorrar unas pesetas e irse a comer a una masía cerca de los Pirineos. Arraigo es sentarte con tu abuela a mirar los álbumes de fotos y que te cuente cómo ligaba con tu abuelo en la posguerra; arraigo es jugar con ella al dominó hasta las tantas y comerte todo lo que te pone en el plato.
Sobre esto último, hay hogar donde los fuegos están encendidos y se cocina despacio y con paciencia. Para los jóvenes, cocinar es una tarea sin sabor, una pérdida de tiempo. Es más atractivo Glovo, llega en 15 minutos y no interrumpe la serie de Netflix. Sin embargo, a pesar de todas las posibilidades que nos ofrece la tecnología, los jóvenes anhelan todavía la comida casera, que está más rica y, como dice mi abuela, «tiene cariño». Me pregunto cómo serán los abuelos cuando me haga viejo, y si conocerán, como los conoce la mía, a la Mari Carmen, la frutera, o al Jordi, el carnicero.
Uno se aficiona a la cocina cuando descubre el valor de la lentitud y del alma en el plato. El arraigo articula el trabajo con la contemplación. Así ocurre también con las plantas, a quienes hay que llamarlas por su nombre y saber regarlas cuando toca. Las plantas acogen y regalan proximidad, vinculación y significado: ya no son bosque, ecosistema, sino seres concretos que requieren cuidado y atención; las tocamos, las acariciamos y nos preocupamos por ellas.
Si en la metafísica del arraigo lo propio es la concreción, nuestro tiempo se define por la dispersión. No sabemos estar quietos, no hay proyecto que nos satisfaga. Queremos viajar a todos lados, aunque lo hagamos deprisa y corriendo en un fin de semana exprés. Julián, un amigo del pueblo, no viaja. Que pa qué. Como mucho conduce su Toyota destartalado para darse un baño al río y emborracharse en verano. A veces envidio su simplicidad. Para él, el pueblo es el pueblo, y esta convicción es fruto de la profunda experiencia de vivir siempre en un mismo sitio. Acostumbrarse a la dispersión y a la prisa conlleva un olvido del hogar, una búsqueda insaciable que nos aleja de nuestra cotidianidad. La metafísica del arraigo se basta así misma y no desea más de lo que tiene.
Somos seres concretos, no podemos estar en todas partes. Por eso el hombre requiere una cultura que lo personalice y lo diferencie. El multiculturalismo es, en cierta medida, un espejismo. Desconfíen de los que proclaman la diversidad a los cuatro vientos, existe el riesgo de querer acapararlo todo y de vaciar de contenido lo que nos define, de borrar la memoria y empobrecer el futuro.
La dispersión tiende a su vez a la desatención y, así, a la insensibilidad y la falta de mirada. Nuestro tiempo anda falto de ternura porque carece del hogar. La caricia sólo luce en la intimidad de los amados, la familia o la amistad. Es en la concreción, en el nombre propio, donde florece el verdadero amor. En el mundo de la dispersión, se lleva el querer a la humanidad, la adhesión a una causa social e internacional, o el rezo a un todo indeterminado y fluido. Hemos olvidado que el amor se concreta en unos pocos —amar, amar, es una cosa de dos—, que el mundo se cambia en casa, sin ruidos, y que rezar es un acto personal. Hemos olvidado que la finitud, las cosas simples del día a día, es el camino a lo divino; que el hogar es un reflejo del cielo y que cuando muramos —dice Vladimír Holan en un poema— volveremos a estar en casa, y la primera en levantarse será mamá, y la oiremos coger con sigilo del armario el molinillo de café.