El otro día, un colega me contó que había decidido dejar de salir con unos conocidos. Que no les entiende. «Te dan la mano buscando al siguiente tío al que saludar», me dijo con ojos tristes, en un tono a medio camino entre el despecho y la compasión. «No se paran a hablar, no les interesa profundizar», continuó. Como si les diese miedo que descubras en qué piensan, o por quién sufren. Espectros sonrientes que te hacen cuatro coñas y desparecen entre la gente. Y en eso me quedé pensando. En cómo la gente se cree James Dean. Aquel vive rápido, muere joven y deja un cadáver bonito (que no lo dijo ni él). Peña sin alma, pero con prisa.

Hay una obsesión con acotar el inmovilismo. Con hacer cosas, con exprimir el momento. Como si quedarte en casa y no irte el fin de semana a Calatayud a ver el Monasterio de Piedra fuese una afrenta a las posibilidades que te ofrece este mundo posmoderno. «Muévete», parece decir la sociedad. «Vete a tomar por culo y vuelve con un par de historias y tres fotos con las que impresionar a tus amigos». La rapidez empezó con las hamburguesas del McDonald’s y ha ido avanzando como un reptil, calando en el día a día, obligándonos a andar más rápido: condenándonos la inmediatez.

Aparece, por supuesto, el Glovo de turno, asesinando el concepto de cenar sin prisa, con vino, como excusa para mantener esa conversación después de una semana de mierda, o Getir, este nuevo rollo del supermercado a domicilio. La movida del last-mile con la que Amazon Prime se rompe la cabeza para que tú —oh, faraón— recibas tu pasta de dientes en media hora. Por no hablar de Twitch (he tenido que buscar cómo se escribe), esa aplicación a la que mi primo de dieciséis años tiene conectado el cerebro —y la cartera— pasándose horas viendo como cuatro gilipollas comentan un videojuego.

La satisfacción continua. Eso es lo que necesita ahora el ser humano. Se te acaban las pilas del mando de la televisión y miras por la ventana y está lloviendo, y no te apetece vestirte, bajar a la calle y recorrer las dos manzanas hasta la ferretería. El mando no funciona y no quieres —no sabes— gestionar esa húmeda frustración que crece dentro de ti como una tormenta. El mundo ha conseguido que le exijas tener unas pilas en veinte minutos. En la puerta de tu casa, un cuarto sin ascensor. Y no piensas conformarte con menos. Faltaría más.

Si conseguimos recordar, crecimos en un mundo en el que las cosas iban más despacio. Donde las alegrías se cocían a fuego lento. Llamabas a la casa de un amigo y te tenías que comer la chapa de su madre; llamabas a casa de una niña y te aferrabas al auricular como un náufrago a un trozo de mástil, murmurando en voz baja que, por favor, no lo cogiese su padre. Un tiempo en el que te subías al autobús y, a falta de un smartphone, mirabas por la ventana imaginando mundos imposibles. La gente hacía las colas con la mirada perdida, dentro de sí mismos, elucubrando ideas, conversaciones o desatinos; pero pensando coño. Dedicando tiempo a uno mismo.

La información estaba irremediablemente fragmentada y podías intuir qué hacían aquellos hijos de puta que no te habían avisado para un plan porque eras un «torrijo». Pero no lo veías en Instagram. Había algo de serenidad en el no saber. Algo de estoicismo cansado. Algo de esperanza.

No hay nada más duro que una vida fácil. Y no hay nada peor que este mundo globalizado, que ha olvidado —al que no le gusta— la realidad. Evita esa parte gris de la vida, con sus atascos, sus días de mierda y esas tardes sentado en una silla, preguntándote hacia dónde va todo esto. Si se acordará de mí. Si me habrá olvidado. Si sabré volver a empezar.

Hubo una época en la que la lucha venía implícita en la educación. Nadie daba nada por sentado y eso obligaba a elegir y a renunciar. Cada uno construía y defendía su propio fuerte sin esperar nada a cambio. Ahora mi madre alucina cuando mi hermano pide sushi para cenar, claro. No entiende ese salto en el proceso. Lo asimila como una trampa. Ni ha comprado los ingredientes, ni sabe enrollar el arroz con el alga; ni si quiera saber coger bien los palillos. Ella —mi madre— lo acepta como algo inevitable, pero sus ojos traslucen la derrota de nuestro tiempo: cómo el esfuerzo y la dedicación (lo artesano, lo manual) ha dejado de tener sentido.

Nuestra generación ha olvidado la resignación de esperar. De aburrirse. Se ha acostumbrado a las películas sin anuncios, al Wifi, al AVE a Málaga, a la cobertura en el último pueblo de Galicia. A veces, cuando entro en un avión, pienso que serán las únicas dos o tres horas del día en las que no podrán contactar conmigo. Un oasis en el que nadie podrá darme la brasa. Y me descojono cuando, incluso antes de aterrizar, la gente enciende los móviles, ávidos de información, saltando dentro de Twitter como quien se lanza a una piscina en medio del desierto. Hemos asimilado el estar continuamente conectados —el saber de todo y de todos— como algo lógico, como un derecho que nadie nos podía negar. Y cuando el mundo dejó de ser un reto para ser una jaula donde hasta la más mínima gilipollez estaba a nuestro alcance y nada tenía sentido, cuando la velocidad nos devoró y quisimos parar para empezar a sentir, dijimos: «¿Y ahora qué?».

El otro día, en una entrevista, José F. Peláez decía que lo de citius, altius, fortius era una macarrada. Qué él era de Morante: más bajo, más cerca, más despacio.

Tengo un amigo que ha vuelto a utilizar el Nokia, el 3310 de toda la vida (de manera inconcebible, sigue funcionando), y dice que, si quieres algo, que le llames. Que está cansado de los grupos de WhatsApp, de los GIF y de los vídeos de Pedro Sánchez. También puedes escribirle SMS, que le hacen ilusión, pero, sobre todo, te dice que le llames. Que quiere que le cuentes tus problemas, tus miedos. Si te ascienden en el curro y qué tal te va con tu mujer. Que saques media hora de tu vida de mierda y que pares, que respires y que vuelvas, poco a poco, a apreciar la realidad. Que no corras, porque no hace falta, que aún tenemos tiempo.

Y es que, al final, la vida es eso: lo lento en las distancias cortas. Estar presente. Mirar de cerca. La piel y el vértigo. Un atardecer, pasear frente al mar. El silencio. Una conversación con copas. La rutina. Un libro. La lluvia. Besar despacio, querer sin prisa.