Fue un día soleado de febrero cuando un buen amigo me regaló El equilibrio de las cosas (Ediciones Monóculo), de Carlos Marín-Blázquez. «Léelo, me dijo mientras adornaba la primera página con una bonita dedicatoria, sé que lo vas a disfrutar». No se equivocaba. Un mes después de aquella afortunada mañana, me encontré en una cafetería del centro de Madrid, acompañada por el mismo amigo y con una libreta llena de preguntas para el autor.

Leer a Marín-Blázquez es un viaje hacia dentro del ser humano, hacia el fondo de esas vivencias que han imprimido, quizá inconscientemente, muchos de los rasgos que hoy dibujan mi personalidad. Conocerle en persona es añadir a mi historia una más de esas vivencias.

¿Quién es Carlos Marín-Blázquez?

Una persona como tantas, interesada por las cosas del mundo, por intentar comprenderlas, y con una cierta tendencia a la introspección. En lo personal, comparto mi vida con mi mujer, Carmina, y nuestros dos hijos. Y en lo profesional, estudié filología y oposité para ser profesor de lengua y literatura hace ya bastantes años, y desde entonces ejerzo como tal.

¿Le gusta enseñar?

Me gusta mucho enseñar. Lo que no me gusta tanto es la otra parte que tiene el sistema de enseñanza: el tener que evaluar a los alumnos, ponerles una nota, aunque entiendo que es necesario hacerlo.

Cualquier alumno querría tener un profesor así.

Trato de explicarles a mis alumnos que a mí la parte que me gusta es enseñarles, y, al hacerlo, comprobar cómo van adquiriendo conocimientos que les permiten llenar ese vacío con el que venimos todos al mundo. Eso es lo verdaderamente gratificante. La literatura, además, te permite adentrarte en el contexto de cada época, establecer relaciones entre las ideas que vertebran un tiempo y su expresión en las formas literarias y artísticas a través de las cuales esas ideas se materializan. Siempre, claro, partiendo del nivel de comprensión del alumno, pero intentando despertar su interés y su curiosidad. Es complicado hoy día, porque el mundo en el que vivimos —y no digamos las leyes educativas que padecemos reforma tras reforma— conspiran precisamente contra eso, contra la atención, el esfuerzo, la ambición por superarse. Hay un desprecio general por la cultura en nuestra sociedad, una celebración de la ignorancia patente en el nivel medio de eso que suele llamarse la cultura de masas, que me parece el reflejo de un estado de cosas muy lamentable.

Respecto a su faceta como escritor, ¿diría que se trata de algo vocacional?

Sí. La vocación de escritor la tengo desde antes de estudiar filología. Que yo recuerde, siempre me ha gustado escribir. Incluso de pequeño.

¿Cuándo empezó a publicar?

Empecé en un periódico de Murcia, donde estuve publicando columnas semanales durante unos diez años. Lo simultaneaba escribiendo lo que podía en mis ratos libres: relatos, alguna novela inédita que hay por ahí…

Sin embargo, sus primeros dos libros, Fragmentos y Contramundo, fueron libros de aforismos. ¿Cómo se adentró en ese género?

Todo comenzó cuando me topé con la obra de Nicolás Gómez Dávila. Compré su libro de escolios, que contiene unos 8000 aforismos, y estuve durante varios años leyendo y releyendo a razón de dos o tres páginas cada día, porque la densidad de cada escolio es enorme. Me quedé deslumbrado ante lo que había descubierto. A mi modo de ver, estaba leyendo a uno de los mejores escritores en lengua española del siglo XX, y quizás de toda la historia de nuestra literatura.

En ese momento, como mis hijos eran pequeños y yo no tenía tiempo para sentarme a escribir de seguido, pensé que podía intentar escribir algunos aforismos. Es un género que te permite trabajar en él sin necesidad de estar sentado a una mesa, mientras paseas o conduces, o en un rato de insomnio incluso. Pero no debemos sacar de ahí la idea de que es necesariamente un género ligero o menor. Exige una gran dedicación, o ésa es al menos la experiencia que tengo yo. Así fue como surgió Fragmentos que, aunque es un libro no muy extenso, me llevó cinco años acabarlo. En él, la influencia de Gómez Dávila es evidente, aunque uno ya va buscando también su propia voz. Tuve la suerte de encontrar a alguien que lo publicara, la editorial Sindéresis. Cuando lo publiqué, me quedó la sensación de que todavía podía escribir unos cuantos aforismos más, de que tenía la energía y la materia necesarias para ello, y salió otro libro que se tituló Contramundo. Esa publicación se la debo a Julio Llorente, con quien vuelvo a publicar ahora, y a quien le estoy inmensamente agradecido.

Así es, ahora que acaba de publicar un libro de relatos con El equilibrio de las cosas. Aforismos, relatos… Digamos que no son los géneros más convencionales.

Es curioso, sí. Son géneros cortos que le obligan a uno a ser conciso, y desde ese punto de vista te ayudan a disciplinarte como escritor. Tal y como yo lo veo, escribir tiene un importante componente de oficio, de saber perseverar frente al vacío en ocasiones desesperante de la página. Frente a ese vacío, es frecuente que la persona que se pone a escribir reaccione con una cierta tendencia al desparramamiento, a la incontinencia expresiva, para quizá de ese modo disipar cuanto antes la angustia que produce tener que llenar el folio que uno tiene ante sí. Sin embargo, por experiencia propia creo que el empeño en la precisión es la mejor escuela literaria. Intentar que cada frase diga lo que tiene que decir. Escribir, tachar, corregir. Corregir es esencial, a veces casi hasta la extenuación. Intentar ser conciso. Y ser claro. La claridad es una cortesía que le debemos al lector.

Ése es un buen consejo para cualquiera que esté adentrándose en la escritura. ¿Qué consejo daría a un lector?

Como lector aconsejaría no perder el tiempo con libros que te dejan frío. Si un libro no te dice nada después de leer 10 o 20 páginas, lo mejor es dejarlo. No digo que lo tires, pero sí que lo dejes. Aun cuando sea un libro bueno o uno que te haya recomendado alguien de quien te fías. Cuando esto ocurre quizás sencillamente no sea el momento de leerlo. Por eso creo que hay que dejarlo apartado y ya llegará el momento de darle una oportunidad.

Entrando de lleno en El equilibrio de las cosas, ¿cómo se gestaron esos relatos? ¿Cómo empezó a esbozar las historias que ahora han cobrado vida en este libro?

El primer relato que escribí fue el que abre el libro, Pedro y la pandilla. Es un relato con una historia simple y una estructura bastante sencilla. Así y todo, cuando lo escribí me pareció muy ilustrativo de cómo me sentía yo en ese momento ante la vida y ante el futuro: empezar a trabajar, dejar la etapa cómoda de estudiante, asumir responsabilidades… Me vi muy reflejado en todo ello. Y creí que, a partir de ese hilo, se podían contar más cosas de la adolescencia. En algún momento, tomé conciencia plena de lo decisivo que resulta esa atapa en nuestra vida, decisiva en la conformación de nuestra personalidad. Creo que, hasta cierto punto, es ahí donde se decide quiénes vamos a ser en adelante. Y así, explorando esa vía que me había abierto Pedro y la pandilla, empezaron a surgir los otros relatos…

Entonces, ¿lo que viven los personajes brota de su experiencia personal o es algo que aprende observando a sus alumnos, a sus hijos…?

Los relatos son anteriores al hecho de que yo fuera padre y, aunque los he pulido y revisado siendo ya padre, no creo que esa faceta haya influido. Tampoco creo que mis alumnos hayan influido demasiado. Es más bien la reformulación, por llamarla así, de una parte de mi mundo, de lo que yo he vivido y, sobre todo, de lo que he ido interiorizando a lo largo del tiempo. El mejor relato, si se tiene talento, puede surgir de algo completamente nimio, incluso anodino. Eso es algo que aprendes leyendo a los grandes maestros del género.

¿Por ejemplo?

Autores como Chéjov, Maupassant, Flannery O’Connor, Raymond Carver, Carson McCullers… Te diría seguramente alguno más que ahora no me viene a la cabeza, aunque creo que esos son los que más me influyeron entonces. También Salinger, por supuesto. Se sacan muchas cosas de los grandes autores, de los grandes maestros de la introspección, porque encuentras ahí las huellas que te indican que han sabido llegar hasta el fondo del alma humana. Yo no creo que haya llegado hasta el fondo del alma humana… Pero por lo menos hay un intento de trascender la superficie de las cosas.

Un intento exitoso.

Ojalá.

Me imagino que para adentrarse en las vivencias interiores de los personajes e imprimirlas en el papel habrá tenido que pasar muchas horas de trabajo en soledad… ¿Es ésa la parte más costosa de escribir?

La escritura es una actividad solitaria, como la lectura. He tenido que pasar largos ratos a solas, pero la verdad es que enfrentarme a la soledad no me cuesta en absoluto. Es algo que mi mujer lleva con santa paciencia.

Esto no quiere decir que no me guste estar con gente. Al contrario. Me gusta mucho pasar tiempo con mis amigos. Me gusta mucho ahora estar aquí hablando contigo. Y me gusta muchísimo disfrutar con la compañía de mi mujer y de nuestros hijos. Pero sé que hay una parte de mi vida que tiene que transcurrir en soledad para que fructifique algo valioso. Para escribir algo que se sea intenso y profundo hay que dedicar muchas horas a estar encerrado entre las cuatro paredes de una habitación. Aguardando a que llegue la palabra justa, corrigiendo, desechando, puliendo. La soledad es primordial. Y es primordial, sobre todo, llevarse bien con ella.

Ha dicho que para escribir los relatos recurrió a su experiencia, rescató algo de sí mismo. Pero, ¿hay algún personaje con el que se identifique más que con el resto?

Hay algo de mí en cada uno de los personajes, como he dicho antes. Sin embargo, Pedro, el protagonista del primer relato, se me hace especialmente cercano a pesar de ser el personaje más esquemático de todo el libro. Se trata de un muchacho que, en un momento de su vida, se descubre a sí mismo en una encrucijada. Su apariencia física hace que los demás tengan una imagen de él, unas expectativas que, sin embargo, él no cree poder cumplir. Digamos que experimenta algo así como su incapacidad para escapar al destino.

Todos tenemos una ciertas aspiraciones, una idea de lo que nuestra vida debería ser, de lo que nos gustaría que fuese y, a la vez, percibimos el abismo que existe entre esa aspiración y los límites de nuestras fuerzas para poder alcanzar esas expectativas. Cuando uno percibe esto en la adolescencia, no está preparado para aceptarlo y lo sobrelleva como puede. Pero, al final, el tiempo se convierte en nuestro maestro y nos va curtiendo. Vamos aprendiendo que en el camino estamos llamados a experimentar alguna que otra frustración, y que no hay nada malo en ello.

¿Cómo definiría la adolescencia?

Yo creo que la adolescencia es un segundo nacimiento. Al pasar por ella es como si volviésemos a nacer. Nos convertimos en otra persona. Es una etapa muy complicada en la que se va tomando conciencia de la realidad, de las propias limitaciones. Uno aprende a descubrir quién es. Se enfrenta a experiencias que ponen a prueba su carácter, y por primera vez en la vida lo hace fuera de la esfera protectora de los padres. Esto es fundamental porque aunque los padres se vayan alejando, siempre siguen ahí, y ése es el origen de una relación muy complicada, hecha de sentimientos encontrados, del ansia de rebelarse y, a la vez, del deseo de encontrar su aprobación, de complacerles. Es todo muy convulso.

Por otra parte, es cierto que siempre queda un rescoldo de la infancia —y ojalá conservemos en nosotros para siempre un atisbo de esa luz, de esa inocencia, propia de los niños—, pero la adolescencia nos transforma. Perdemos muchas cosas y ganamos otras.

¿Son necesarias experiencias duras para que se dé esa transformación?

No, pero son las que más descolocan y seguramente las que dejan una cicatriz más honda. Las vivencias duras, las que implican, por ejemplo, violencia o agresión le dejan a uno bastante confundido. Al principio, es difícil entender cuál es su origen. Pero es precisamente ese desconcierto el que desata el torbellino de reacciones interiores que es propio de la adolescencia. El modo en que conseguimos asimilar ese cúmulo de experiencias marca en gran parte nuestro destino, nuestra manera de estar en el mundo.

También ocurre esto, aunque de otra forma, con las experiencias gozosas. O sea, que también podría haber escrito un libro sobre el gozo de vivir la adolescencia. Lo que pasa es que, por mi temperamento o por lo que sea, no me ha salido. En cualquier caso, pienso que es a través del conflicto como se define nuestra identidad. En ausencia de conflicto (y el conflicto es una constante en los relatos que integran El equilibrio de las cosas) se me hace difícil entender cómo puede llegar a fraguar una personalidad, un carácter. Quizá sea ése, por cierto, uno de los males de la sociedad actual, la tendencia a proteger tanto a nuestros hijos, a ahorrarles tal cantidad de sufrimientos y conflictos que, al final, no saben cómo madurar, cómo hacer frente a la realidad a la que tienen que enfrentarse antes o después.

¿No cree que a veces la conciencia excesiva de lo que ocurre dentro de uno puede llevar a la tristeza? Porque, a veces, cuando uno se da cuenta de lo que hay puede tender a deprimirse…

Es cierto. Puede ser un poco difícil… Sin embargo, hay relatos en el libro que se abren a una interpretación más luminosa. Muestran que, a pesar de todo el conocimiento que uno tiene que ir adquiriendo a lo largo de la vida, ese conocimiento nunca debería asfixiar la confianza y la ilusión por vivir. Hay etapas en las que se experimenta un desequilibrio constante entre la frustración y la ilusión, entre las expectativas que te creas y lo mezquina y cicatera que resulta con frecuencia la realidad en la que vives. De lo que se trata es de, al final, encontrar el equilibrio.

¿Cómo se encuentra ese equilibrio?

El equilibrio se encuentra cuando das con un sentido que marca un poco la dirección hacia la que debes orientar tu vida. Para mí, ese sentido tiene mucho que ver con una vida compartida, en la que las demás personas te completan a ti y tú completas a las demás personas. En ese punto se encontraría el equilibrio de las cosas. El relato que lleva ese título ilustra precisamente esa búsqueda.

Habla de equilibrio, pero en sus relatos se intuye más pesimismo que optimismo. Personalmente, ¿se definirías como optimista o como pesimista?

En cuanto a lo que comenta de los relatos, el hecho de que algunos de ellos puedan transmitir una impresión de pesimismo se debe a la naturaleza de los conflictos a los que se enfrentan los personajes. La adolescencia es una edad en la que por vez primera tomamos conciencia absoluta de nuestra vulnerabilidad. Nunca antes nos habíamos reconocido en esa desnudez, en esa intemperie tan radical. El adolescente se llena de temores que hasta ese instante de su vida nunca había experimentado: el temor al rechazo, la necesidad de aceptación, el descubrimiento de la sexualidad y los cambios en el modo de vivir la afectividad… Se trata de una experiencia de transformación íntima, una metamorfosis de la persona, que además coincide con la aparición de una cierta capacidad para reflexionar acerca de aquello que nos está pasando. El libro indaga en esos conflictos, lo que ocurre es que lo hace del único modo, entiendo yo, en que se puede hacer en un relato corto, a través del choque de los personajes con una experiencia fuerte, traumática. Es algo que deja una secuela, pero como recurso literario es necesario que sea así. De otro modo estaríamos hablando de personajes planos, invariables en su psicología. Y a lo que El equilibrio de las cosas aspira es a justo lo contrario: a ofrecer perfiles singulares, personajes complejos.

Respecto a lo que me preguntas acerca de mi forma de ver las cosas, no veo que en el plano colectivo haya muchos indicios para ser optimistas. Puede que me equivoque, pero es así como lo percibo. Somos el resultado de un largo proceso cuyo origen no es posible detallar aquí, pero en el transcurso del cual, en líneas generales, hemos sufrido una pérdida de ciertos vínculos que a mí me parecen esenciales para una vida no ya civilizada, sino mínimamente buena.

Por lo que respecta a mi vida personal, procuro que estos pensamientos no me amarguen ni me ensombrezcan. Creo que tenemos el deber ético –y aquí me acuerdo del excelente libro que David Cerdá acaba de publicar, Ética para valientes– de intentar aportar algo de luz en todo lo que hacemos, aunque trabajemos a veces con materias sumamente oscuras, con la parte menos luminosa del alma humana. Además, de acuerdo al sentido trascendente de las cosas que yo tengo, me acuerdo de aquello que decía Delibes de que la vida que vivimos aquí no es lo decisivo. Siempre debemos hacer un esfuerzo por dirigir la mirada más allá del momento y el lugar en el que estamos.

¿Cree que cabe esperar un cambio en la sociedad?

La sociedad cambiará, lo que no sé es en qué sentido. No obstante, creo que los cambios, con independencia de la dirección en que se produzcan, ya no van a venir de la mano de grandes movilizaciones. Cuando dices esto la gente cree que eres un pesimista. Muchas personas aspiran a cambiarlo todo al modo de una nueva revolución. Pero, en primer lugar, yo abomino de las revoluciones, dada la experiencia que hemos tenido de ellas en la historia, y, en segundo lugar, percibo que el sistema está tan sumamente bien organizado en este momento concreto que resultaría muy complicado llevar a cabo un cambio estructural.

Seguramente, el protagonismo resida ahora en cada uno de nosotros, en un plano más personal. Es necesario una toma de conciencia a un nivel muy profundo para no ser arrastrado por la marea de nuestro tiempo y por no ser silenciado y arrinconado por las fuerzas que nos imponen su discurso hegemónico. Ahí, creo yo, es donde se localiza el campo de batalla ahora mismo: en una forma de resistencia íntima ante todo, pero que no renuncie a manifestarse públicamente, pese a los peligros que ello comporta; de manera que así, poco a poco, se vayan formando pequeños grupos disidentes que se reconozcan entre sí, se apoyen mutuamente y vayan introduciendo en la esfera pública su propia versión de las cosas. Creo que es algo que está sucediendo ya -y hablo al margen de la política, simplemente en el terreno de las ideas y de los principios-, y me parece que se trata de una reacción que hace unos años no se daba.

Enlazando este análisis del mundo de hoy y de sus deficiencias con el tema de la adolescencia, ¿qué piensa de la eterna adolescencia que viven muchos adultos? No es raro ver a personas de, qué se yo, 40 años comportarse como adolescentes…

Cuando esto ocurre hay una falsificación de la adolescencia. Se trata de adultos que cogen de la adolescencia algunos rasgos sueltos, como la falta del sentido de responsabilidad y de aceptación de las consecuencias de lo que uno hace. Parece muy liberador, pero en realidad es una forma de esclavitud. Es un fenómeno complejo, por lo demás, típico de sociedades con un cierto nivel de opulencia, en el seno de las cuales la persona vive un proceso de disminución como tal, de vaciado de su sustancia podría decirse, en gran parte debido al papel del Estado, que se muestra dispuesto a hacerse cargo de todas sus necesidades, a tutelarlo desde la cuna a la sepultura, lo cual al final acaba aniquilando la verdadera libertad, la que implica un elemento imprescindible de responsabilidad personal.

En este sentido, hay un libro que me viene ahora a la cabeza, Las contradicciones culturales del capitalismo, que tiene una tesis muy interesante y que puede resumirse de manera asequible en esta frase: el capitalismo quiere de nosotros que seamos productores por la mañana y consumidores por la noche. Por la mañana nos quiere serios, trabajadores, productivos… y por la noche juerguistas despreocupados, para que consumamos todo lo que hemos producido. Y el adulto adolescente al que tú te referías vive en ese continuo desdoblamiento de personalidad.

¿Cómo ayudar a alguien a atravesar con éxito la etapa de la adolescencia?

En la adolescencia uno toma conciencia de las cosas que le están pasando, pero no entiende por qué le están pasando ni las repercusiones que esos acontecimientos van a tener de cara a la formación de su personalidad y de su carácter. Y creo que hacer comprender a un adolescente esas repercusiones es algo complicado porque en ese momento de la vida se carece de una perspectiva a largo plazo. El adolescente vive en el día a día, en el plazo de una semana o, como mucho, de un curso.

Lo que creo que se les puede ofrecer es un modelo. Alguien que les atraiga por su integridad, o por su interés por las cosas bien hechas, y que sea distinto de los modelos tan superficiales y falsos que les presenta el mundo virtual en el que se mueven. Se trata de enseñarles que hay una alternativa a la hora de plantearse cómo estar en el mundo, cómo ser una persona. Merecen escuchar una voz que les hable en un tono distinto al que en muchas ocasiones están habituados a escuchar, ese tono que bascula entre la adulación y la condescendencia.

¿Qué esperaría que su libro provocase en la persona que lo lee?

Por un lado, un poco de entretenimiento. Me encantaría que todo el que abriese el libro pudiera pasar un rato agradable leyéndolo. Pero sobre todo me gustaría, no sé si esto es pedir demasiado, que el libro proyectase algo de luz sobre las experiencias de cada persona que lo leyera, que revelara a los lectores alguna faceta de su propia vida que pudieran estar vislumbrando, pero que no hubieran acertado todavía a dilucidar. Mucho de lo que somos ahora mismo, en la edad adulta, se debe a lo que hemos sido en la infancia y en la adolescencia, y el libro habla precisamente de eso.

¿Hay algo que hayamos dejado en el tintero?

Yo creo que me lo has preguntado todo. Sólo quiero añadir que el libro está escrito con mucho interés. Literariamente, he puesto todo el empeño de que he sido capaz, sobre todo en lo que se refiere al cuidado del estilo y a la insistencia en la búsqueda de matices que hagan de cada personaje un ser singular, susceptible de que el lector pueda identificarse con él. Pienso que ése era mi deber como escritor. De otro modo, no me hubiera quedado tranquilo conmigo mismo.