En cuanto me entrego a la funesta manía de pensar, de inmediato me encuentro dos caminos. Uno de ellos aparece sólido y bien empedrado, sin apenas baches, y, hasta donde alcanza la vista, se adivina recto y hacedero. A ambos lados, diversas señales advierten de los peligros («cuidado: desprendimiento de inferencias», «ojo: deducciones sospechosas en el arcén»). El trayecto resulta prometedor; la meta, segura. La otra senda presenta un aspecto diferente. Es apenas una trocha. Hay más maleza que certeza. Invita a la aventura. Nadie sabe si ese camino acabará en algún sitio. La único seguro es que algunos valientes se adentran en él.
Veo que el primer camino lo toman a menudo los que viven con una precisión matemática, los que desearían que todo cupiera en una hoja Excel, los partidarios de la menor entropía posible. Los que toman la vereda angosta caminan de una forma menos rígida. Su ritmo es el jazz, esa música enigmática que Balliett definió como «el sonido de la sorpresa». No necesitan más que una estructura mínima (los cuatro acordes de cualquier estándar) para improvisar melodías irrepetibles. Dan sentido a esa anécdota de Charles Mingus, el famoso contrabajista. Cuando alguno de los componentes de su grupo hacía una improvisación genial, Mingus le ordenaba: «No hagas eso más». No era envidia, sino asombro ante lo que, por ser único, ya no debía reiterarse.
Esa encrucijada de caminos simboliza un drama. El caminante debe elegir: la lógica frente a la intuición; la certidumbre frente a la peripecia. Recuerda uno aquella distinción de Pascal entre el «espíritu de geometría» y el «espíritu de fineza». El primero busca la claridad a través de las deducciones lógicas del pensamiento. El segundo, invisible y sutil, quiere conocer a través del corazón, trascendiendo la razón, sin someterse sólo a la demostración científica. ¿Habría visto Pascal aquella diferencia con los ojos fríos de la razón, o con una mirada de soslayo que hubiera lanzado su corazón? Poco debió importarle. El propio Pascal nos ahorró la duda cuando afirmó que «el corazón tiene razones que la razón no entiende».
Corazón. Aquí quería llegar yo. Les confieso, para empezar, que durante años huí cuanto pude de esa palabra. En mi ignorancia, apelar al corazón me parecía, por un lado, una excusa para la ñoñería y un refugio para lo cursi, y, por otro lado, una escapatoria para el pensamiento, una puerta falsa por la que escapar de cualquier zozobra. Lo consideraba un truco de prestidigitador. ¿Que no sabemos dar cuenta de algo? Invoquemos la omnipotencia del supuesto corazón y el asunto no quedará resuelto, pero al menos nos habremos sosegado. Mi espíritu geométrico se rebelaba ante esa añagaza. Quería razones, no refinamientos sentimentales.
Pero de la geometría también se sale. Una sola frase de Newman bastó para despertarme: «Tenemos un corazón tan frío que se queja de que le digan cosas misteriosas». Y entonces quise saber algo más sobre nuestra frialdad cordial y sus remedios.