Qué es una película si no una historia en la que una serie de personajes buenos tienen que luchar y enfrentarse a otros personajes malos y de la que, si ganan los buenos, decimos que ha terminado bien, pero si, por el contrario, vencen los malos afirmamos que aquello terminó mal. Sin embargo, las cosas no son siempre sota, caballo y rey, a veces se complican. Y digo que las cosas no son tan sencillas porque, no en pocas ocasiones, yo mismo he sido más amigo de los malos que de los buenos, me han resultado bastante más simpáticos e interesantes y, quién sabe, puede que hasta yo sea tan malo como ellos. Quizá no lo sea tanto, dejémoslo en aprendiz de malo.
Lo cierto es que ahora repaso un montón de películas de mi infancia —y algunas no tan de infancia— y pienso en todo este cariño que tengo a tan entrañables bellacos. Centrándonos sólo en Disney podemos contar innumerables. Al bribón y canalla de fama mundial Capitán Garfio, de Peter Pan, que era, sin duda, mi favorito, junto con su primer oficial, Sr. Smee, quejica, bobalicón y de puntería realmente horrible. A Hades, de Hércules, que era, también sin duda, mi segundo favorito y puede que el villano más divertido de todos los villanos. Al Príncipe súper Juan, en Robin Hood, cuya voz original era la de Peter Ustinov —nada menos— y sus esbirros: el malvado Sheriff de Nottingham y la serpiente de onomatopéyico nombre, Sir Hiss. Al ciborg Long John Silver, en El planeta del tesoro, que futurizando el relato de La Isla del Tesoro me volvió a enseñar lo que Long John Silver siempre enseña, eso de que los amigos son la verdadera riqueza. A Shere Khan, en El libro de la selva, que era malo porque sí, por naranja y negro, por tigre. A Jafar, en Aladdin, tan retorcido como su perilla, que era malo por visir y por su risa. Jafar nos dio a su secuaz Iago, loro parlanchín e irónico, que también tenía algo de maldad, y que vio a su amo convertido en un poderoso genio condenado a un espacio chiquitín para vivir, sin poder cumplir su plan de gobernar Ágrabah. Porque otra cosa que tienen los villanos es que no lo son tanto si no van acompañados de una serie de secuaces, más o menos torpes, que los hacen parecer más crueles.
Villanos los hay de todas las clases, colores y especies; así, por ejemplo, el profesor Rátigan, archienemigo de Básil, de la calle Baker, en Básil, el ratón superdetective, era una rata elegante cuyo objetivo de ser el rey del País de los ratones se veía frustrado una y otra vez; o Hopper, malvado saltamontes de Bichos, esclavista de hormigas y cuya voz era Kevin Spacey —villanizado en la vida real—, que nos explicó que «lo que importa no es la comida, lo que importa es mantener las hormigas a raya» por aquello de que la unión hace la fuerza. Malos los hay verdaderamente oscuros, como el juez Frollo, en El jorobado de Notre Dame; o el mercenario Clayton, en Tarzán; o Shan Yu, en Mulán, malo por mongol; o Scar, en El rey león; o el niño vecino Sid Phillips, en Toy Story; o el capitán Rourke, en Atlantis: el imperio perdido, de la que hablaré en otra ocasión, porque merece mucho la pena. Los hay simplones y guaperas, como Gastón, en La bella y la bestia; engañosos, como el mayordomo Edgar, en Los Aristogatos, que nos advirtió sobre que las apariencias engañan; perezosos, como el gato Lucifer, en Cenicienta y clásicos, como el lobo feroz, de Los tres cerditos, quizá el primer malo que uno conoce. Hay malas, claro. Y, quizá entre las más malas, tengamos a Úrsula, en La sirenita, que es terrible e inteligente, dos veces terrible. A la lunática, única, loca y genial bruja Madam Mim, en La espada en la piedra, derrotada por un ingenioso mago Merlín convertido en virus. A Cruella de Vil, en 101 Dálmatas, que era mala malísima, a quien creo que ahora, el cine actual, la pretende justificar. Tenemos las clásicas más clásicas, también, como Maléfica, en La bella durmiente, o la madrastra, en Cenicienta, y a Yzma, de El emperador y sus locuras, que es sin duda, mi favorita entre ellas y, probablemente, la más irónica de todos.
Hay, ya lo iba adelantando, muchas formas de ser malo. Hay malos malos que, pudiendo ser buenos, prefieren fastidiar al prójimo, abusar de los débiles y apoderarse de lo que les gusta sin respetar. A mi modo de ver son los mejores, los que más nos enseñan, con los que mejor nos lo pasamos y, por qué no decirlo, los que tienen más chicha y aportan más a la historia. Luego están aquellos que, más que malos, son buenos con mala suerte. A los que las cosas, por hache o por be, no les salen bien y terminan liándola. Estos tienen menos interés, pero no menos gracia. Los que, a mi modo de ver, pierden toda la gracia son los malos excusados tan tendentes en el cine actual. Estos malos excusados nacen con la finalidad de justificar su maldad continuamente —una atormentada niñez, un trastorno psicológico no tratado en el sistema público de salud, la falta de integración social—. Son más bien malos que hacen malos a los demás, a la sociedad en su conjunto, y que huyen de los dos tipos de maldad anterior. Malos que, creo, pierden toda la gracia.
Cuando pienso en la necesidad de malos en las historias recuerdo aquella pregunta que le hace Fausto a Mefistófeles en el poema de Goethe. «Pero vamos a ver, ¿quién eres tú?». A lo que el tenebroso esbirro de Santanás le responde: «Pues una parte de esa fuerza que quiere el mal y siempre hace el bien». Porque, pensándolo bien, sin este gran divorcio entre el bien y el mal las cosas tendrían menos sentido. Amigos malos —que no malos amigos—, qué bien que estéis, nos hacéis los cuentos más divertidos. No busquéis justificaros, sois necesarios.
Por cierto, recuerdo mientras escribo esto que hace algunos años Disney preparó una película que tituló El Club de los Villanos y que yo tenía en VHS desgastado de tantos rebobinados, qué buena era. Ojalá ser del club. Voy a buscarla.