Hace algunos años tuve la suerte de cruzarme en Oviedo con Francis Ford Coppola. Él salía del Hotel de la Reconquista porque le habían concedido el primer Premio Princesa de Asturias de las Artes y yo, casualmente, pasaba por allí porque había salido de clase. Como ya no vivía con mis padres —era mi segundo año de universidad— lo primero que hice fue llamar a mi madre para contarle lo que me había pasado y lo pequeño que me sentía al cruzarme con aquel hombre que tenía en su haber la autoría de un buen puñado de obras maestras del cine, de la historia del cine. Un tiempo después, gracias a un inmerecidísimo pase de prensa conseguido por mi dichoso podcast, tuve la oportunidad de hacerle una pregunta a Martin Scorsese, Premio Princesa de lo mismo y que en su haber tiene otro buen puñado de obras maestras. No importa qué le pregunté, la cosa es que, allí, en esa sala de prensa y con el micrófono temblando en mis manos, me sentí igual de pequeño dirigiéndome a él. Y ya se sabe que es un hombre considerablemente bajito.
Recuerdo esto ahora porque hace unos días me he vuelto a sentir así. Y es que digo que me he vuelto sentir pequeño cuando me reencontré con una fotografía que hacía mucho tiempo que no veía. Creo que la descubrí leyendo John Ford, de Peter Bogdanovich, editado por Hatari! Books, si mi memoria no falla. Es, pienso, esta fotografía —que encabeza estas palabras, espero— una de las mayores exposiciones de talento, dedicación y admiración de toda la historia del cine. De los rostros que se ven en ella salen, al menos, medio millar de películas y, como poco, cien obras maestras. Ahí es nada. Sus nombres son, en estricto orden de aparición de izquierda a derecha; en pie, Robert Mulligan, William Wyler, Georges Cukor, Robert Wise, Jean-Claude Carrière y Serge Silberman; sentados, Billy Wilder, Georges Stevens, Luis Buñuel, Alfred Hitchcock y Rouben Mamoulian. Ustedes verán. Y eso que no aparecen ni John Ford, que estaba, pero se había tenido que marchar; ni Fritz Lang, invitado, pero ausente por enfermedad, que añadirían del orden de doscientas películas al sumatorio. No sé cuántas de ellas obras maestras, yo ya he perdido la cuenta.
Esa foto se hizo en casa de George Cukor, hacia noviembre de 1972, y su motivo fue celebrar el regreso de Buñuel a Hollywood con una comida de los grandes. Imagen excepcional de un momento excepcional. En Mi último suspiro, las memorias del director, cuya lectura encarecidamente sugiero, Buñuel cuenta cómo aquel día «se celebraba en mi honor una extraña reunión de fantasmas que nunca se habían encontrado así reunidos y que hablaban todos de los good old days, de los buenos tiempos. De Ben-Hur a West Side Story, de Some like it hot a Notorious, de Stagecoach a Giant, cuántas películas alrededor de aquella mesa…». Y ahora, cincuenta años después, resulta que ellos, hablando de sus viejos tiempos, son, precisamente, nuestros viejos buenos tiempos. De los que salían en aquella foto sólo nos quedaba Carriere, que en el corto documental Los chicos de la foto dejó dicho cómo había sido todo aquel encuentro. Ahora no tenemos a ninguno, ni siquiera Robert Mulligan, el más joven de todos. Y es que, tristemente, de ese Hollywood, de esos good old days, de ese cine que era talentoso en su mayoría, de ese mundo nos queda sólo el recuerdo. Pero qué recuerdo…
Y es que si las fotos hablasen yo sólo querría escuchar alguna de las que se hizo aquel día, las del día del banquete de los genios, como se ha llegado a denominar. Esa en la que Wyler conversa con Ford, puro en mano y parche en frente. O esa otra en la que Stevens y Wilder hablar, ante la mirada clara de Ford, que se apagaría pocos meses después. O esa otra de Buñuel expresivo hablándole a Wilder. O la de todos sentados a la mesa — qué sobremesa. O esas otras que no han salido nunca a la luz porque se perdieron o ni siquiera se hicieron. Cuántas películas alrededor de todas ellas, cuánto cine en tan poca imagen, y qué pequeño se siente uno al verlas.