Cuando ya no hay niños en una casa, la Navidad, aunque no pierde su alegría, se tiñe de una melancólica pátina de memoria. Cuando van muriendo los padres, más aún. La memoria de las Navidades pasadas claro está. Dickens sabía bien lo que se hacía, y por eso su canción es la obra navideña por antonomasia. Aunque Natalia Sanmartin no se ha quedado mal posicionada. Esa sonrisa y ese brillo de ojos coloreado de nostalgia sería lo que uno ve cuando se brinda o se cena en una casa donde la muerte ha llegado, donde los niños han crecido o donde los hijos y hermanos han marchado. Hay alegría, sí. Pero también una especie de profunda tristeza insondable. Supongo que eso es vivir. Sin más. La vida es así. Una sonrisa tierna pero melancólica. La del paso del tiempo.

Supongo que hay diferentes maneras de llevarlo. Imagino que la mejor de todas sería la de los ancianos sabios y profundos que sin caer siquiera en la condescendencia, aunque sí en un sensible y hasta ingenuo descreimiento, dejan que el mundo pase. Que la gente viva lo que tenga que vivir. Sin reventarles el final, aunque ellos bien sepan cuál es. Los sabios viejos que se sonríen hasta con cierta emoción por la ternura de quien aún vive entre los sueños brillantes de estos días deberían ser el modelo ataráxico por alcanzar.

Pero qué quieren que les diga. Yo no he logrado eso. No alcanzo todavía la condición de sabio estoico, y cuando llegan estas fechas lo que me nace cuando paseo por las calles de nuestras ciudades es una agria manera de ver lo que nos rodea —¿una santa ira?— que me recuerda al bueno del viejo Ebenezer Scrooge gritando «¡paparruchas!».

Y miren que lo intento, no se vayan a creer. Que es pasar la Purísima y comenzar a ponerme en bucle a Nat King Cole, Frank Sinatra, Las Ronettes, Perry Como y hasta a Dean Martin como si estuviera en cualquier tienda, supermercado o bar en este mes. Pero oye. Que no. Que no consigo que ese espíritu navideño que dicen está por ahí flotando de bondad, nubes de azúcar, regalitos y amor universal por toda criatura que camina o vuela o lo que sea, me traspase, me domine y me haga lanzar sonrisas y jojojos a cada uno que me cruzo y me lanza un ¡felices fiestas!

No. Lo reconozco. Esto de las Navidades como está montado me temo que me supera. Que no es para mí, vaya. Las luces esas psicodélicas y abstractas como de intervención y performance artística que cuelgan en la calle, hacen que me lloren los ojos con sus resplandores fatuos. Lo de los gorritos rojos, de reno, de bichos o de yo qué sé qué, y lo de las diademas de luces y extraños adminículos botantes me supera. Es como que me irrita. Me hace pensar en lo peor de la humanidad —representado por quienes se los ponen, especialmente cuando pasan de los 10 años…— y saca casi que lo peor de la mía. Los árboles. Otra. Los árboles de luces. Los árboles de plástico. Los árboles sintéticos. Los árboles absurdos. Y las colas. Santo cielo, ¿dónde vive esta gente todo el año? ¿Por qué la cosa más pequeña a hacer en estos días tiene una tortuosa cola de cientos de humanos que abarrotan las aceras? ¿La gente no se compra un jersey o una camisa, una colonia o un libro o lo que sea en otro momento que tiene que esperar a estos días? ¡Pero si ni siquiera hay rebajas! Y lo de las comidas y los bares y los restaurantes es un despropósito. Imposible encontrar una mesa, una terraza o un hueco en una barra o un café. Por no decir la inmensa vergüenza ajena que da esos borrachuzos postcomida de empresa que no se tienen en pie por la calle. Háganse un favor a ustedes mismos y a los demás y no se vean en esas, por Dios. Por no hablar de las películas que nos ponen las cadenas televisivas, como si de un intento de lavarnos el cerebro fuera: que si Papá Noel, que si amor en navidad, que si Love Actually. Ganas de coger el martillo contra la pantalla dan.

Y es que uno es más de Qué bello es vivir o de La gran familia. Qué se le va a hacer. La visita del fantasma de las Navidades pasadas no es siempre algo que trae miedo. No. Tal vez nostalgia. Quizás lo que hace es descubrir —por contraste— la inmensa mentira que nos rodea en estas semanas.

Es como si fuera todo una inmensa excusa y un inmenso montaje en estas fiestas de diciembre, de invierno, del solsticio o como este año se les ocurra llamarlas, para esconder la verdadera emoción de estos días. Una profunda tristeza vacía y fría. Hay que esconderla y taparla como sea. Hay que ocultarla como se esconde el polvo bajo la alfombra o el sudor se enmascara con colonias baratas. Que no se vea. Que no se trasparente. Que no aparezca no vayamos a preguntarnos por qué…

Por qué. Por qué el fantasma de la tristeza y el vacío. El bueno de Ebenezer atisbó algo. Aunque tuvo que hacer su propio proceso de conversión. Ya digo, Dickens sabía lo que se hacía. Y Natalia Sanmartín, de nuevo, también. Nos falta amor de verdad. Nos falta sentido. Hemos perdido la Navidad. Sólo quedan figuras de un belén que no son como las del pobre Francisco en su cueva. Y mucho menos como las de aquella primera Navidad.

Intuyo que ahí está la cosa. Nada de nuestras fiestas —por eso tiene sentido felicitar las fiestas y no las Navidades, pues esto que hay en nuestras calles no son Navidades—, nada recuerda lo que estas fiestas son. Nada de un niño en un pesebre. Nada del Salvador que trae la plenitud a la humanidad. Nada de un Dios que se hace hombre por amor al hombre.

Nada de ese amor de Dios mostrado en la oración y el canto (Adeste fideles…). Nada de ese amor de Dios por la humanidad mostrado en el amor de las familias que se sonríen y se besan y se ríen juntas y se alegran juntas. Que juntas van en la noche a la misa del Gallo. Que juntas se regalan detalles cuidados. Nada de un recogimiento ante lo sagrado, ante el más grande misterio que los hombres hayan podido atisbar: que Dios se ha hecho uno de nosotros. Dios se ha hecho uno de nosotros.

¿Nada? Bueno. Nada aparente… y ahí sí que avanza la cuestión. La alegría de este tiempo es una alegría amnésica. Ha olvidado el origen de donde nace. Es como si a toda nuestra sociedad le hubieran inoculado la amnesia que deforma la Navidad, vaciándola de contenido, y dejando tan sólo el envoltorio. Como los regalos para las mascotas que se quedan con el papel brillante dejando a sus dueños un rictus entre contrariado y carcajeante. Como los niños caprichosos que se lanzan a los juguetes olvidando que el verdadero regalo es la mano que lo entrega…

Pero bueno. Aún hay esperanza. Siempre hay esperanza. Vivimos de esperanza. Pese a la santa ira y a la agria mirada a las luces, la gente, los árboles, pese al sinsentido que con una cierta lucidez parece que se ha convertido la Navidad, toca esperar. Y creer. Creer que también esto puede ser una oportunidad para encontrar lo sagrado de la Navidad. El verdadero centro y el verdadero Misterio: que esta noche en la ciudad de Belén, nos nace el Salvador, el Mesías, el Señor.

Feliz Navidad. Sepan o no lo que celebramos.

Vicente Niño
Fr. Vicente Niño Orti, OP. Córdoba 1978. Fraile Sacerdote Dominico. De formación jurista, descubrió su pasión en Dios, la filosofía, la teología y la política. Colabora con Ecclesia, Posmodernia, La Controversia y la Nueva Razón.