Desconozco si alguien ha pedido de forma expresa la posibilidad de que los jóvenes puedan pasar de curso con suspensos, diría que no. Tampoco nadie pidió teléfonos sin teclado y, sin embargo, aparecieron. La técnica política, si puede llamarse así, resulta cada vez más compleja. Desde hace mucho tiempo, la forma de hacerla nos recuerda que ya no predomina en ella una función teleológica sana o una búsqueda del bien común, sino que, más bien, responde al funcionamiento propio del mercado: o bien obedece a la exigencia infantil de su público o bien ofrece productos nuevos a pesar de no haber sido requeridos por nadie, como es el caso de la Ley de Educación.
El político, o cierta clase de político, se ha convertido en una especie de mal empresario a quien las cosas le van sospechosamente bien, muy a menudo mejor que al resto. Como es él quien controla qué entra en el mercado y qué no, a su público le da cuanto pide para así asegurar su continuidad en su escaño privilegiado. A medida que avanza y se desarrolla la ingeniería social, el político, tan astuto como malvado, urde nuevas entelequias para cautivar a su público incondicional. El político se convierte en una especie de semidiós. Deviene en este punto esa pulsión tan típicamente moderna y propia de nuestros tiempos en que se ha situado lo institucional como sucedáneo de mercadillo de lo providencial, hasta el punto de llegar a confundir, inconscientemente, a Dios con el césar.
Esta escandalosa suplantación no hunde sus raíces tanto en el hecho de que antes un niño alegre y encantador pudiera pasar de curso como Moisés cruzó por el Mar Rojo, es decir, de forma milagrosa; sino en la corrupta disposición interior del hombre que, visto a sí mismo carente o necesitado de algo, en lugar de dirigirse humildemente a Dios a través de una serie de ritos, lo exige de una institución humana todavía más corrupta que él mismo. Nos encontramos ante un ciudadano exigente, no consigo mismo, sino con los demás, porque sabe que, si pide —como reza el precepto evangélico— se le dará. Este recibimiento, sin embargo, no es complacido en virtud de una verdad, de un proceso auténticamente racional y, por tanto, reflexivo, sino de un capricho, de un deseo desenfrenado y pueril que no aceptará una respuesta negativa por parte del dador. Sabe bien el hombre iluso que no puede oponerse a Dios por mucho que lo intente, así que recrimina y demanda a aquel que más se Le asemeja: el político. Por supuesto, no se le atribuye a este ningún tipo de naturaleza sobrenatural ni rasgos divinos. Más bien un querer deseoso de controlarlo todo con tal de prorrogar y beneficiarse de su estancia en el poder. Para ello, se valdrá de todo tipo de ambigüedades, artimañas y mentirijillas, pero también de algunas promesas que cumplirá y de algunas otras que incumplirá.
La proliferación de nuevos derechos pone las expectativas en el orden jurídico como redentor de la miseria humana, pues a través de la legislación el hombre logrará superar sus propios dramas internos y satisfará sus necesidades más oscuras. Sin embargo, nos demuestra y recuerda la historia, nos cantan los grandes poetas y meditan los ascetas, tanto como la propia experiencia, que el hombre no puede saciar su sed a través del mundo, ni con todo aquello relativo a él. Nos lo recuerda Cesare Pavese: «Lo que un hombre busca en los placeres es un infinito, y nadie renunciaría nunca a la esperanza de conseguir esta infinitud». Por este motivo, aclara Julián Carrón «una multiplicación (…) de falsos infinitos nunca podrá satisfacer una necesidad de naturaleza infinita. No es la acumulación cuantitativa de bienes y experiencias lo que puede satisfacer el corazón inquieto del hombre». Para dar un primer paso hacia esa satisfacción, el hombre debe mirar más allá del mundo y de sí mismo hasta encontrarse, cara a cara, con el misterio. Vicente Niño nos recordaba en su última colaboración con Ecclesia que «necesitamos una visión teologal, creyente, providencialista, de fe, al mirar lo que nos rodea. Mirar creyendo en Dios significa recordar que no solo nada está perdido, sino que todo está en vías de triunfo». Y es a través de esta mirada como debemos mirar al mundo, pero sólo será posible si estamos libres de cadenas.
Escriben Mauro Magatti y Chiara Giaccardi que «el yo contemporáneo —como un eterno adolescente— no quiere oír hablar de límites. Ser libre significa de hecho estar en condiciones de poder acceder siempre a nuevas posibilidades (…) bajo la forma socialmente organizada del consumo». Pero el yo contemporáneo, agobiado y atribulado con los ruidos y las luces de nuestro siglo, apenas ha podido pararse a reflexionar sobre cuál dirección debe tomar. Muy probablemente, ni siquiera crea posible que pueda existir una alternativa a su birriosa y mediocre vida. Será necesario recordar la bendita paradoja de que la libertad, como el amor, parafraseando a Gilbert K. Chesterton, consiste en estar atado a algo. La libertad excelsa, que es alcanzable, no se fundamenta tanto en la disposición de hacer cualquier cosa como en la capacidad de elegir y elegir el bien. En otras palabras, la libertad es vivir con límites que deben ser respetados. En eso consiste la virtud: en elegir siempre el bien hasta convertirlo en hábito. Por el contrario, y no tan sorprendentemente, aquel cuya voluntad se decanta continuamente por el mal hasta convertirlo en un vicio es una persona esclava de sus pasiones y de sus estímulos más animales. Por lo que nadie en su sano juicio se atrevería a confirmar que es soberano de sí mismo.
La libertad debe permanecer ineluctablemente vinculada a esa capacidad clarividente de elección y jamás disgregada del ámbito político, que tanto lucha en la separación de medios y fines. Es por esto que recordamos que la educación no debe ser disociada de la obediencia; del sexo no debe ser disuelto el amor ni la procreación; y la libertad no debe ser, bajo ningún concepto, divorciada del Bien. Porque, como bien matiza Fabrice Hadjadj, «cuando se ignora la imagen divina que conforma nuestra vida en esta carne sexuada y mortal, es normal que se disloque, se desparrame y se aumente mecánicamente hasta llegar a hacer añicos todo lo que nos rodea».
Hay dos películas consideradas de culto (Donnie Darko y Fight Club) que transmiten sendos mensajes muy parecidos al espíritu de nuestra época: la primera afirma que «la destrucción es una forma de creación», mientras que la segunda, en voz del protagonista, dice que «quería destrozar algo hermoso». Ante el nihilismo, el desagradecimiento, la desesperanza y la fealdad, ¿qué decimos nosotros? ¿Abandonaremos el fuego de la tradición; el amor por la belleza; la creación, hermosa criatura, del Creador?