Cada vez que me siento a escribir y a razonar sobre cualquier tema procuro ser cuidadosa con las palabras que escojo. Aún habrá quien se pregunte por qué. Pero una utilización adecuada del lenguaje resulta crucial para asegurar una correcta ideación. Aunque los planes educativos cada vez le den menos importancia a la sintaxis y a la gramática, lo cierto es que todo cuanto percibimos por medio de nuestros sentidos se adapta al modelo de interpretación que nos proporciona el lenguaje. Por tanto, si el vehículo que nos permite comprender el mundo que nos rodea está averiado, nuestro acceso a la ideación y al conocimiento también lo estará.

Es ésta la razón principal por la cual aquéllos que odian el pensamiento autónomo y la libertad personal se sirven del lenguaje para inducir a los demás lo que tienen que pensar y aceptar como correcto. Se podría decir que el lenguaje es el programa informático que nos sirve de guía en nuestras percepciones y conductas, y que su tergiversación a través de lo políticamente correcto es el virus que ataca su código base. También está claro, siguiendo con la metáfora, que fruto del paso del tiempo hay actualizaciones que necesariamente han de instalarse para que el programa no devenga inútil, pero cosa bien distinta es que éstas vengan impuestas para difundir una ideología determinada tal y como ocurre en la actualidad.

Como no quería caer en la manoseada referencia de la novela de Orwell, ¿qué tal si traemos a colación a Humpty Dumpty cuando, en A través del espejo, le decía a Alicia aquello de que «Cuando yo utilizo una palabra esa palabra significa exactamente lo que yo decido que signifique ni más ni menos»? Por lo visto, Alicia le había reprochado que utilizase la palabra «gloria» para referirse a «argumento bien apabullante» e, incrédula, le preguntó si él podía hacer que las palabras significasen cosas tan diferentes. A lo que respondió: «La cuestión es, simplemente, quién manda aquí».

Así es como hemos llegado a emplear expresiones como países en desarrollo para referirnos a los países subdesarrollados; invidentes en lugar de ciegos; tercera edad para la vejez; interrupción voluntaria del embarazo en sustitución del aborto; prestación para morir para no decir eutanasia; lucha armada en vez de terrorismo; arrimar el hombro para joderte vivo y, mi favorita, por el atrevimiento de obviar millones de años de evolución: el hombre embarazado. Ni el propio Humpty Dumpty sería capaz de tanto.

La neolengua no sólo consiste en suavizar aquellas realidades que son poco agradables o poco correctas y, por ende, incómodas para una sociedad con una mentalidad cada vez más pueril, sino que me atrevería a afirmar que constituye toda una actitud ante la vida. Si hay algo propio de nuestro tiempo es el victimismo, qué mejor prueba de ello que la predilección que se tiene por el uso del participio pasivo. Las lenguas ya no son minoritarias, sino minorizadas; los países ya no son pobres, sino empobrecidos; las personas ya no tienen rasgos étnicos propios de una raza, sino que son racializadas; las mujeres ya no son sensuales, sino que son sexualizadas. Lo que podría parecer una acrobacia lingüística inocente tiene un trasfondo ideológico inmenso: con la voz pasiva la persona no es responsable de su situación ni tiene agencia sobre sí misma y con la voz activa sí. Vamos, que no hacemos, sino que nos hacen.

Como os decía, lejos de erigirse como una versión mejorada y perfeccionada del lenguaje que persigue facilitar la comunicación, se presenta como un accesorio más que colocarnos por la mañana antes de salir de casa. Cuando alguien dice «mis amigos, mis amigas y mis amigues», más que hablar de sus amigos está hablando de uno mismo, pues nos está contando que está a la última en eso de ser un idiota con ínfulas de intelectual. El lector se podrá imaginar la cara que se me quedó cuando leí por primera vez el código deontológico de mi profesión cuyo preámbulo reza, sin ningún pudor que «por razones de corrección lingüística se ha preferido utilizar sólo en contadas ocasiones la expresión abogado que exigiría la doble referencia a abogado y abogada o emplear otros métodos para designar los dos géneros. Por eso, se sustituye por abogacía que designa tanto la profesión como al conjunto, hombres y mujeres, que la ejercen». El malabarismo léxico no tiene desperdicio: ya tenemos una palabra ­­(abogado), pero vamos a prescindir de ella y a sustituirla por su definición (profesional que ejerce la Abogacía). Después pretenderán que no me radicalice.

Otro rasgo distintivo de este nuevo lenguaje para tontos es el predominio de los adjetivos y los adverbios. Nuevamente, quien pronuncia un discurso dominado por éstos se está dando importancia a sí mismo, pues se está preocupando por describirnos la realidad como él la concibe, en lugar de preocuparse por cómo es. En cambio, si lo que abundan son los nombres, que designan entidades, y los verbos, que designan acciones, podemos tener por seguro que quien lo articula sí que está puesto en la materia, pues no ha necesitado acudir al bueno/malo, al me gusta/no me gusta o al agradable/desagradable. En la introducción del Tomo I de Los enemigos del comercio, Escohotado da un ejemplo que lo explica a la perfección: «El sentido crítico quiere atender a lo condicionante, como cuando investigamos no a qué nos huele cierta cosa sino a cómo podría el olfato ordenar tantas sensaciones, ya que cada entorno tiene innumerables objetos en trance de emitir partículas».

Tengo claro que esta neolengua basada en la subjetividad que conduce a la deformación de la realidad estará con nosotros durante un tiempo y, por esta razón, ahora y más que nunca hemos de llamar a las cosas por su nombre. Porque sí, dime cómo hablas y te diré…  Bueno, mejor no te lo digo. No vaya a ser que te ofendas.