Vivimos en una sociedad en movimiento. A ritmo de encuestas semanales, que no son más que la foto de un momento fijo, se intenta de manera insistente influir en los votantes y consolidar tendencias en la opinión pública con mucho menor éxito de unos años a esta parte del que les gustaría a quienes las encargan y cocinan.

Las nuevas generaciones —y cada vez más las antiguas— no forman parte de bloques estancos ideológicos ni llevan tatuados toda la vida el sello de un partido político. Lo que antes era un sector muy minoritario, aunque influyente, que llamaban el centro sociológico, capaz de saltar de un lado a otro modificando mayorías, ahora es un ejército de ciudadanos cada vez más numeroso que vota —o castiga— sabiéndose de sus espacios habituales por diversas razones: pragmatismo ideológico o ausencia de ideología, coyuntura personal y vital o simplemente por inercia instigada por diversos valores que ya no se encasillan en fórmulas cerradas sino en cosas y sensaciones más cotidianas.

Lo vemos en España, donde el bipartidismo saltó por los aires permitiendo la entrada de nuevos actores políticos en las instituciones —porque el sistema electoral lo permite— y que ahora se está corrigiendo no solo por la debilidad de esos nuevos actores sino porque a estos se suma un corrimiento no menor de votantes de un lado del espectro al otro. O en Italia donde hay una nueva «presidente del consejo de ministro» que hace uso meses representaba a una forma minoritaria y hoy no sólo ha ganado las elecciones sino que además sigue creciendo desde el gobierno.

En Inglaterra se ve también ese movimiento de votantes que hacen que el desastre tory anuncie una próxima mayoría aplastante parlamentaria laborista por la fuga masiva de votantes conservadores hacía el partido de izquierdas —al modo inglés. Los mismos votantes que hace meses le dieron la mayoría a la derecha en los feudos «rojos». Y eso pasa porque el sistema electoral británico no favorece la entrada de nuevos partidos, pero sí muestra, como en España, Italia, Francia, Alemania… que los nuevos tiempos son más complejos y los votantes más volátiles porque, salvo en sectores muy polarizados y ruidosos de la sociedad —y los medios—, la mayoría que decide se mueve en parámetros más pragmáticos o menos ideologizados. Y sobre todo con una escasa pasión por las viejas siglas y etiquetas de izquierdas o derechas a la hora de decidir su papeleta.

Lo hemos visto en las elecciones de midterms estadounidense donde las encuestas anunciaban una oleada conservadora frente al desgobierno demócrata y parece que los resultados —aunque habrá mucho de qué hablar de ellos— serán más ajustados.

Volviendo a la madre patria, ¿se acuerdan de cuando los medios publicaban sondeos donde de forma aplastante la ciudadanía reclamaba una gran coalición PSOE/PP para afrontar la crisis del 2008-2011? Pues esa misma sociedad le dio la mayoría parlamentaria al PP al mismo tiempo que aplaudía a dos manos a los que acampaban en las plazas del 15-M —que venían a romper el régimen del 78—, y meses después le abrió la puerta electoral a Podemos, Ciudadanos —¿se acuerdan de Ciudadanos…?— y finalmente a Vox.

Pues eso, prudencia, y no olviden que las malas —o buenas— decisiones en estos tiempos tienen consecuencias electorales a muy corto plazo. Y que lo que se vive y percibe a diario en su nómina, su centro de salud o las calles de su barrio —y digo «su» porque en esa cercanía y percepción de lo propio está la cuestión— tiene cada vez más que ver con la elección de una papeleta u otra que lo que votaban sus padres o abuelos o lo que se proclama en el mitin de turno ante una enfervorecida audiencia —siempre la misma— de fieles.

Óscar Cerezal
Diseñador gráfico y gestor de servicios. He sido muchos años alcalde, diputado. Luego decidí volver a mi curro. Apasionado de la política, investigador y periodista vocacional, edito un webzine transversal de nombre La Mirada Disidente.