Que el mundo está fatal es, más que una obviedad, un lugar común y una perogrullada. Cada vez más pienso que se nos está quedando un mundo terriblemente feo. Moralmente feo. Es decir, feo, malvado, injusto e inhumano. Lo que a veces se nos olvida un tanto, es que el mundo está como está, porque lo hacemos nosotros así.
Sí, usted y yo. Desde luego que no hemos enviado nosotros tropas al Dombás ni a Ucrania, ni nosotros hemos subido el precio del gas y la electricidad. Espero que tampoco ni usted ni yo hayamos votado a quienes nos han traído hasta aquí con tal sarta de medidas y leyes que estropean lo bueno que hay en el mundo, pero aunque no sea ésa nuestra responsabilidad con el mundo como está, aunque no seamos directamente responsables de tantas calamidades como nos azotan, hay una forma de estar en el mundo que sí contribuye a todo lo que está pasando.
La teología moral católica habla algo así como de un pecado estructural del mundo en el que participamos no por directa acción, sino algo así como colaboradores necesarios. Es difícil marcar los grados de responsabilidad ciertamente en esa participación porque hay ciertas claves que por el mero hecho de estar vivos, por el mero hecho de vivir en una nación, de tener que vivir, comer, trabajar, parece que implican la colaboración con el modelo de vida dominante. Hay ciertas cosas diríamos que inevitables por vivir en el mundo y por cómo está montado el mundo, sin más. Pero hay otras que quizás sí que deberíamos pensar en profundidad si podemos evitarlas, no alimentarlas, no consumirlas, no engordarlas, no armarlas. Si podríamos vivir de otro modo, prescindiendo de según qué cosas. Para eso, este tiempo de Cuaresma es un tiempo extraordinario.
Es más. Quizás la clave esté no solamente en no hacer según qué cosas que mantienen el statu quo del mundo como está, o que incluso lo están precipitando a una forma aún más horrenda de vida, sino seguramente la verdadera manera de salir de ahí está en hacer otras cosas de signo muy contrario que nos separen del modelo de vida que nos rodea.
Hay una convicción de fondo en todo esto que me acompaña hace mucho: los problemas del mundo no se solucionan sin más combatiendo a la contra de lo que hay, de un modo reactivo, levantando la espada contra quien diga que el pasto no es verde, sino que seguramente se solventarían mejor con propuestas de estar de otro modo en la vida: al mal no se le vence con mal, sino con propuestas de bien, de bondad y de belleza. Al pasto se le defiende, plantando más césped.
La guerra no se combate con guerra, sino proponiendo otras formas de estar en el mundo: desde la virtud, la compasión, la responsabilidad o el respeto. Las injusticias económicas del capitalismo no se solucionan ni con más ni con menos liberalismo, sino con otras formas de relacionarnos con la propiedad, el trabajo, los jefes, los empleados o la distribución. Los problemas políticos del partidismo democrático, no se solucionan con nuevas elecciones, otros partidos u otras alternativas, sino con distintas maneras de comprender lo público, el poder, las relaciones sociales, la participación. Los problemas no se solucionan con la opinión, sino con la acción.
Y por favor, bien lejos de utopismos. Hablamos de realismo, de antropología, de sensatez y de sentido común. Justo lo que le falta a este terrible tiempo idealista y fantasioso. Seguramente en éso se encuentre una razón muy profunda de las derivas de este mundo.
Ahí está de fondo la comprensión del Evangelio como auténtica novedad. El libro de Adrien Candiard, OP, recientemente publicado por Encuentro, lo muestra magníficamente desde la comprensión de la libertad cristiana. Hace unos días Julio Llorente decía algo similar al hablar de la ficción y la poesía frente al imperio del ensayo que domina: quienes de veras cambian el mundo —o lo regresan a la sensatez— son los poetas. Quienes crean y proponen otras formas de pensar, sentir, ver, gustar, estar y vivir.
Así que para este mundo que tan fatal se nos presenta, en el que día a día no hay más que noticias terribles y amenazantes, donde pareciera que caminamos todos directos a despeñarnos por el precipicio de la historia, donde parece que quienes deberían acompañarnos a vivir mejor a todos por su posición de responsabilidad y poder, no hacen sino pensar más que en sí —sus intereses, sus convicciones, sus ideologías, si es que no son las tres cosas lo mismo—, a este mundo le sobran sesudos análisis sobre la propaganda de guerra o la geopolítica internacional, sobre las injusticias económicas o los costes de todo en la vida, sobre las deficiencias políticas o sobre la maldad, ineptitud, egoísmo o crueldad de nuestros gobernantes. A este mundo le sobra análisis, y le faltan propuestas concretas.
Esa convicción además la sostiene la experiencia de que la única forma de detener esa deriva a ninguna parte más que al desastre que parece que nos rodea, es tratar de vivir de otra manera. La experiencia de que frenar esa terrible idea que dice que poco podemos a hacer más que asistir pasivos a la destrucción del mundo, se logra haciendo cosas diferentes que lo salven. La experiencia de que la única manera para no sentirnos dominados, atados de pies y manos, esclavizados por el consumo, la tecnología, la búsqueda de comodidad y la manipulación, es buscar auténticas vías de resistencia concretas.
Dentro de la niebla, la oscuridad, la amenaza, la decadencia de nuestro mundo, existen esas auténticas vías de resistencia. Más de las que pareciera. Son todas las que nos ayudan a no sucumbir a las voces de sirena que preconizan que nada es posible más que la fealdad y la tristeza. No hay mayor acto de resistencia hoy que una sonrisa profunda, que una alegría en el corazón y desde luego buscar qué las produce en la hondura del alma. Se repite con inmensa razón, que lo más revolucionario que se puede hacer hoy es formar una familia y tener una vida normal.
Resistan. Busquen cómo no caer en las trampas que nos encierran y háganlo saliéndose de los esquemas marcados. Apaguen la televisión o tírenla mejor. Abandonen las plataformas de moda de series. Lean los clásicos, como nos anima el profesor José María Torralba o como Esperanza Ruiz nos ayudó a listar. Salgan a la montaña o a pasear por el campo o por la playa. Aficiónense a la pesca. Hagan caso a las recomendaciones de Mario Crespo. Recen, vayan a misa, acérquense a la Biblia o recuperen el rosario. Cuiden un jardín o unas macetas siquiera. Hagan silencio y mediten. Vean buen cine como nos recomienda Iñako Rozas y nos facilita Borja Mora. Visiten museos o mejor aún pinten ustedes mismos. Lean a Enrique García-Máiquez o a Miguel D’Ors y escriban sus propios poemas. Jueguen con sus hijos y cuídenlos sin miedo ni culpa como Alfonso Paredes nos celebra y pondera. Lean con ellos que de eso Daniel Capó saben bien. Escuchen música, vayan a conciertos y a la ópera, aprendan a tocar un instrumento. Vayan al rugby o mejor aún juéguenlo. Cultiven la memoria personal, familiar y también la de la historia que nos hizo ser lo mejor que somos. Sáquense un abono para una feria taurina. Jueguen al ajedrez. Cocinen para sus amigos y reúnanse cada poco para comer con ellos con un vino en la mesa. Enciendan sus chimeneas, tengan un perro y trátenlo como lo que es y no como la persona que no es. Trabajen no por la gloria mundana que pasa en forma de sueldo que se va, sino por hacer del mundo un sitio distinto y mejor. No se olviden de los pobres, dediquen algo de su tiempo y quizás de su dinero a quienes peor lo pasan: visiten enfermos, vistan al desnudo, acojan al extranjero, den de comer al hambriento, visiten al preso pues, de eso nos juzgarán.
En definitiva, vivan amando, vivan en verdadera libertad y conciencia. No se dejen arrastrar por el mundo infoxicado en el que vivimos, que tan sólo logra que el hombre se pierda a sí mismo. Sólo así será posible que este mundo no se hunda. Sólo así salvaremos el inmenso regalo de la existencia.