La RAE define tiranía como «abuso de la superioridad o del poder en el trato con las demás personas». Pese a que en mi anterior artículo enarbolé la inocencia de la niñez, lo cierto es que, en ocasiones, la infantilidad no es sinónimo de esa buena voluntad. Lo sé porque nunca olvidaré lo que viví durante una etapa en el Colegio. Diego, un adolescente desarrollado por encima de la media se aprovechaba de tener a la biología de su parte para atemorizar a los tímidos e inocentes. Desde que entraba por la puerta del aula me miraba con recelo o hacía algún tipo de comentario despectivo contra mí. Yo, que por entonces era un crío lleno de dudas y miedos, era carne de cañón para su vanidad. Me sentía desamparado por el centro educativo, que lo simplificaba reduciéndolo a «cosas de niños». Todo cambió cuando Diego se excedió con mi amigo Ignacio y le propinó una paliza. Tras eso el Colegio decidió echarle después de años de tiranía en los que la mayoría le rendían pleitesía contaminados por el miedo.

Cuando hablamos de la barbarie tendemos a pensar en personajes catastróficos caricaturizados por la historia. Stalin, Hitler, Mao, Napoleón… No caemos en la cuenta de que ésos no son más que ejemplos de despotismos absolutos. Ignoramos las tiranías cotidianas del día a día de aquellos que no ostentan un poder superlativo. Todo el que tiene la tentación de aplastar a los demás es un tirano. Al ignorar esa característica se comete el error de pasar por alto los rictus simples o embrionarios de un déspota. Es más, hablando el otro día con unos amigos sobre una situación en la que un conocido despreció dialécticamente a un allegado sin pretexto alguno, estos me decían que yo estaba exagerando. No percibían la conducta viciosa, lo analizaban relativamente eliminando el acierto y el error. Todo era válido. Los tiranos se aprovechan de la ignorancia para destruir a su antojo. Ya escribió C. S. Lewis en Cartas del diablo a su sobrino que la gran ventaja del demonio es que los humanos no conocen de existencia. Cuando se elimina el mal de la ecuación vital todo está permitido y el abuso se convierte en una liberación. Resulta desolador percibir cómo hasta algunos católicos, pese a que deberíamos conocer de la existencia del maligno, terminamos banalizando el vicio deconstruyéndolo en una equivocación. Todo error dilatado en el tiempo sin propósito de enmienda no es un fallo, es maldad.

Han hecho mucho daño las películas que tienden a estereotipar a los villanos con el cliché del personaje sin escrúpulos. Muchas veces los malos también lloran y sufren, esconden pequeñas dosis de complacencia, que no virtud, en el fondo de esa armadura oxidada. La maldad no es ausencia de bondad sino la tendencia natural de elegir el camino fácil del pecado. No todos los tiranos son arquetípicos, conviven los antihéroes y aquellos que no conocen la inocencia.

En palabras del intelectual conservador Edmund Burke, «el silencio de los buenos es la victoria de los malos». Polaridad existente y con la que precisamente el rey de la mentira intenta confundirnos haciéndonos creer que no hay gente de mala voluntad. Debemos plantar cara a los tiranos del día a día. Ésa es nuestra batalla cotidiana, la de no arrugarse ante la injusticia, ante la barbarie, ante el abuso. Caminar con la brújula de la verdad y desechar esos prismas buenistas de que todo el mundo es bueno. Quizá tu vecino sea un tirano, pero no lo sepas. Vence el mal en abundancia de bien. Honestidad que es valiente, no tibia.