«Somos de donde venimos, pero, cada día, elegimos en quién convertirnos. Mi familia no es perfecta, pero me ha hecho ser quien soy y me ha dado las oportunidades que ellos nunca tuvieron. Mi futuro, sea cual sea, es nuestro legado en común» (J. D. Vance en Hillbilly, una elegía rural, 2020. Se puede ver en Netflix).
Ojalá recibamos muchas bendiciones en los años que tenemos por delante ―que, por lo visto, salvo alguna analítica perdida que diga lo contrario, serán muchos. Y, si tenemos la suerte de que entre esas gracias se encuentren una familia y unos hijos, ojalá éstos puedan saborear con buen gusto cada detalle de la vida que se les vaya desvelando. Es decir, que sean sabios. Que apetezcan el bien, la belleza y la verdad y les repelan el mal, lo feo, las mentiras, las falsedades y las medias verdades.
Se llenarán las manos de carne de higo en agosto y la ropa de manchas de mora en septiembre. Cascarán nueces en otoño. Tendrán decenas de arañazos, las rodillas raspadas y alguna que otra cicatriz, porque en el campo, al jugar entre piedras y trepando árboles, a veces uno se cae. Verán, cada diciembre, varear los olivos y aprenderán a hacerlo, con más o menos destreza. Distinguirán varias especies de plantas y de bichos.
Ojalá sean muchos hermanos y tengan muchos primos. Que formen esas pandillas que superan con holgura en número a sus padres y tíos, y jueguen horas y horas, de niños, y se paseen días y noches, de mayores, con la camaradería especial que da la sangre. Que se peleen y luego se pidan perdón y se mueran de la risa. Y que conozcan y se empapen de los lugares donde sus mayores se criaron y todavía ríen y lloran, unidos. Su patria chica, sus raíces. Que escuchen las anécdotas de la familia, en sus distintas versiones, hasta aprenderlas de memoria, añadiendo ellos las nuevas que protagonicen al repertorio.
Leerán, y con suerte, mucho. Quizá engatusen a los abuelos, a quienes venerarán, para que les dejen perderse un rato en sus bibliotecas. Cultivarán aficiones, comunes o inhabituales. A lo mejor no viajarán demasiado, porque el parné es el parné. En ese caso, y también en el contrario, en su educación sentimental abundarán los mapamundis, películas, cuentos, canciones, novelas, poemas, leyendas, las míticas series de dibujos animados, paisajes, arte, música, curiosidades del mundo entero. Asistirán a la escuela de viejas masculinidades de Esperanza Ruiz. Aprenderán las historias de los objetos y muebles de casa, ya que alguno habrá que no venga de IKEA o de Maisons du Monde. Serán de mentes y pies inquietos. Su hogar será muy suyo.
Hay que tener en cuenta que existe un elevadísimo riesgo de que no sean hinchas del Atlético de Madrid. No sólo eso: es muy posible que elijan como equipo de fútbol al Real. Toda una fatalidad. Pero, como elegantes indios, acogeremos a los merengones tanto en sus días de cargante euforia como en los de profunda depresión e ira. Ese cierto estoicismo, a la larga, también se contagia. No hay que dejar de creer.
Vivirán días de gozo unos y de dolor otros, porque, claro está, ni somos perfectos ni lo seremos. Sufrirán nuestros defectos y los suyos. Y probarán el amargor de lo que está mal en el mundo. Sabrán qué significa renunciar a sus gustos y caprichos para cumplir con su deber. Pero, al final, siempre estará la gloria. Por eso, les llevaremos a las plazas de toros e imitaremos el mimo que ponía nuestra madre cuando nos enseñaba a rezar y a conocer a Dios.
Y, por todo ello, nos van a ver atareados. Hay mucho que hacer y, afortunadamente, mucho que conservar. Son ingentes los recuerdos y algunos los bienes que hemos recibido de quienes nos precedieron y que nos toca atesorar, primorosos, para transmitírselos a quienes nos sigan. También hemos de construir. Con las decisiones personales, formaremos nuestro propio legado: sí, hay que ahorrar. Y crear costumbres, signos que nos definan y nos distingan, tomando lo bueno y mejorando aquello que no lo es tanto. Daremos forma a algo nuevo y que merezca la pena mantenerlo día a día. Así lo hicieron con nosotros y a esto estamos llamados.