Al escribir sobre la Navidad, es muy tentador —y seguramente también muy necesario— advertir de cómo esta se ha desvirtuado. Cómo llevamos tiempo instalados en una pendiente resbaladiza que empezó popularizando el Jingle Bells, que no significa nada, sobre El tamborilero, que continuó sustituyendo los belenes por rudolfs y que ahora amenaza con reemplazar al propio nacimiento de Cristo por el solsticio de invierno.

Y digo que es peligroso porque, imbuidos en ese espíritu de Make Christmas Great Again, podemos caer en un excesivo celo que nos haga estar más pendientes de si el ayuntamiento ha instalado luces con motivos auténticamente cristianos que de prepararnos seriamente para la venida del Niño Dios.

Para escapar de ese riesgo, como para casi todo, es buena idea partir de Chesterton, que hablando sobre la secularización de la Navidad dejó escrito que «la frivolidad es el intento de alegrarse sin nada de lo que alegrarse».

De las palabras del pensador inglés cabe quedarse con su referencia a la frivolidad, lo que nos llevaría de vuelta al bucle de los guardianes de las esencias que, como el fantasma de las Navidades pasadas, vuelven a rondar a sus anchas por estas fechas.

Podemos decantarnos, en cambio, por lo que es verdaderamente central de la cita de Chesterton: la alegría. Porque la frivolidad que muchas veces se respira en la vivencia navideña del siglo XXI no es, en la mayoría de los casos, fruto de un ateísmo razonado, sino más bien de la ausencia de un motivo para celebrar.

En otras palabras, no podemos alegrarnos en abstracto. Nos alegramos por algo. Cuando el ángel se aparece a los pastores y les dice «voy a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo», no termina ahí su embajada. Aunque sea de perogrullo, los cabreros no habrían sabido por qué alegrarse y, por tanto, no lo habrían hecho. «Hoy os ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor», continúa el ángel. Sólo entonces acuden presurosos al portal, admirados de ver al Creador del universo envuelto en pañales y recostado en un comedero de animales.

Porque ésa es la razón de nuestro gozo, que Dios mismo se ha abajado, ha tomado nuestra misma carne y ha llegado a redimirnos. «Yo bajé a la tierra para padecer», nos recuerda aquel villancico. El misterio de la encarnación nos anuncia que Dios no permanece indiferente, que quiere acompañarnos en medio de nuestras oscuridades, que, en palabras de Claudel, «no ha venido a suprimir el dolor, ni siquiera ha venido a explicarlo, ha venido para llenarlo de su presencia».

Así pues, venite adoremus. Venid los cansados, los insatisfechos, los perdidos. Acercaos los que lloráis, los enfermos, los que hacéis duelo. Venid y adorémosle. Entremos en la intimidad de la gruta y dejémonos tocar por este Dios tan grande que es capaz de hacerse pequeño.