Se suelen conocer las discusiones sucesorias por el encono de los herederos. En esas riñas, que no dejan de ser una variación de las peleas de gatos, comparecen las rabias acumuladas y las heridas familiares que no se han curado, hasta que todos, muy ofendidos, acaban montando una zapatiesta considerable. Que «rencor» venga de «rancio» explica bien la cosa. Cuando el resentimiento arraiga, todo acaba sabiendo mal.

Se conoce menos, sin embargo, el interés que ponen algunos testadores en seguir gobernando sus bienes después de la muerte. Es como si, mediante estipulaciones complejas, pretendieran esquivar el corte definitivo de la guadaña, procurando que, aunque les llegue la muerte, sigan siendo ellos, y no sus herederos, quienes decidan sobre sus bienes presentes y futuros. Quieren ser una especie de administradores de ultratumba. Pobres angelitos. Qué necedad.

Recuerdo un caso en el que el testador, gran aficionado a la caza, establecía de qué forma sus dos hijos —que no podían verse, literalmente— debían repartir los numerosos trofeos de caza que había en el salón de la casa familiar, y, no contento con eso, había precisado que el llamado «trofeo urogallo» comprendía también la peana. Se ve que, con tal de fastidiar a su hermano, el otro heredero querría partir el trofeo por la mitad, haciendo justicia salomónica sin conocer la verdadera historia del rey Salomón, sabio entre los sabios.

Acaso los vanos intentos de estos administradores de ultratumba no sean más que una señal del afán humano de «pasar a la posteridad». Porque nos importa la fama póstuma. Un empresario quiere que, cuando fallezca, su empresa le sobreviva, y ésa será su forma de no morir del todo. Y nada desea más un artista que, cuando la parca venga a visitarle (porque el artista verdadero piensa en la muerte con una imagen), su obra se mantenga y sea reconocida, aunque para él ya sea tarde. En el caso de un padre, piensa en el hijo con una versión propia de los versos de Salinas, imaginándose «que me vive otro ser por detrás de la no muerte». Y cuántos hay que aspiran a que su ciudad o su pueblo tengan una calle que lleve su nombre y les recuerde. Y, si no es una calle, al menos una plaza. O un callejón o una discreta costanilla. Lo que sea. Algo que les libre del polvo del olvido.

¿Pero cómo conciliar ese anhelo de eternidad, ese afán de quedarse, con la inercia de quien cree que, cuando la luz se apague, volverá al barro primigenio y, sin más, todo se habrá acabado? ¿Por qué íbamos a querer la posteridad si no vamos a presenciarla? ¿Por qué empeñarnos en que perviva lo nuestro (lo que cada uno tenga: una empresa, una obra artística, una familia) si el resultado futuro no estará ya ante nuestros ojos? Dicho de otro modo: ¿por qué deseamos tanto esa fama que nos llegaría en un tiempo futuro de cuya existencia, sin embargo, sospechamos? O, ahora que ha muerto Marías, ¿por qué esa inquietud si no habré de ver «tu rostro mañana»?

A estas alturas de la Historia, no vamos a descubrir la pólvora. Las preguntas anteriores tienen siglos. Cada época —y cada persona— las formula y las responde a su manera. A mí, para salir de este laberinto, siempre me han auxiliado estas palabras del poeta Javier Almuzara: «Todo lo que no sirva para ganar la eternidad es perder el tiempo». Esa tensión (ganar-perder) es la vida misma. Loss and gain, así tituló Newman una de sus novelas.

Mi suegra, cervantina y sentenciosa, suele explicar todo esto con una frase memorable. Cuando ve que está muy atareada y que no llegará a todo, toma impulso así: «Esta vida pide otra». Y resume con cuatro palabras la sed de eternidad que todos padecemos, de la que la posteridad no sería más que un signo.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).