Cuando están bien escogidas y dispuestas, las palabras pueden caldear el ánimo. Sin embargo, los datos, fríos y exactos, no hacen lo mismo. Son tan precisos, que sólo sirven para dejarnos helados. Es lo que me sucedió hace días, cuando, en una de esas esperas a las que la obsesión por el rendimiento nos quiere desacostumbrar, leí en el periódico cuál fue, entre 1975 y 2021, la evolución de la natalidad y la mortalidad en la región en la que vivo (que ni siquiera menciono, porque los datos son semejantes en todas las comunidades).

La curva que las cifras describían era letal (literalmente). Señalo sólo los dos extremos de la estadística. En 1975, fueron 18.000 los nacimientos y 10.000 las defunciones; en 2021, no llegaron a 5.000 los nacidos, y murieron 13.000 personas. La evolución es tan triste que, salvo para los partidarios de la muerte, no merece tal nombre. La imagen de conjunto es de franco declive. La sociedad involuciona. Con discretísimos repuntes —que enseguida caen en picado—, la línea de la natalidad desciende, y se incrementa, de forma sostenida, la de la mortalidad. Así, hasta el mero «reemplazo generacional» resulta imposible.

Este panorama yermo se presta a muchas consideraciones. Algunos sólo verán en él una amenaza para el sistema de pensiones, cuyo sostenimiento empieza a tener rasgos de animal mitológico. Otros, con idéntica frialdad estadística, examinarán los efectos de esta circunstancia en la economía nacional (y, ya de paso, en la internacional). No es mi caso. Y no sólo porque tome las proyecciones económicas con cautela (sobre todo, desde que escuché la definición de economista: «Aquel que, cuando no sabe tu número de teléfono, lo estima»), sino porque, en este desierto demográfico, lo que inquieta es esa especie de creciente incapacidad para la esperanza, a la que se añade una suerte de obsesión por la seguridad total. ¿No será que nacen menos niños porque, en el fondo, el mundo nos da miedo? ¿Tan incierto es todo que las penas ya no merecen la pena?

La sociedad parece haberse vuelto preservativa y cobarde. El sexo tiene que ser, sobre todo, seguro. De la Seguridad Social importa más lo primero que lo segundo. La obsesión por el safe space llega incluso a las universidades. No risk, no fun funcionó bien como claim, pero lo «razonable» es prever cualquier contingencia futura.

«No estoy preparado para ser padre», oigo a menudo. Nadie lo está. Para todas las cuestiones personales (la amistad, la familia) no hay una preparación que garantice el «resultado», ni unos conocimientos previos que eviten la incertidumbre. No hace falta ser un «especialista en paternidad» para desvelarse por tu hijo. Y para querer a tus padres basta y sobra con un título: el de la filiación.

Mi impresión es que disfrazado de seguridad (cuando no de prudencia) se agazapa el miedo. Y así no podemos seguir.

Será bueno, pues, que este año nos apuntemos al gimnasio, que retomemos el inglés o que —esta vez sí— leamos con gusto La divina comedia. Pero aún sería mejor que, liberados del pánico ambiente, nos dedicáramos a la tarea urgente de traer criaturas al mundo, esa forma natural de la nueva valentía.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).