Para evitar los malentendidos, empezaré diciendo que, si hubiera un catálogo de sentimientos y tuviera que elegir dos, uno de ellos sería la nostalgia (el otro, para compensar, sería el entusiasmo). Esa «tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida» —DRAE dixit— resulta mullida, tiene un punto de confortable y, cuando se apodera de los espíritus creadores, es la chispa que enciende la mecha del arte. Cuántos poemas son la explosión desatada de aquella emoción que, aunque triste, resulta fecunda.

Pero, como sucede con todo, también en las cosas del sentimiento la espada es de doble filo. Corta lo de fuera, pero, a poco que nos despistemos, también nos hiere por dentro. Sucede incluso con el entusiasmo, que puede mutar en una estúpida inconsciencia. Algo así pasa, según he podido comprobar, con la nostalgia. Y es que, una vez invadido por ella, uno puede perder el contacto con la realidad de lo que fue. Es como si, cuando comparece el comodín de la nostalgia, desapareciera la necesidad de pensar y de combatir, con argumentación cumplida, los desafíos presentes. Por poner un ejemplo actual: los vientres de alquiler. Es una cuestión palpitante que merece un razonamiento. No basta con echar la vista atrás y añorar otros tiempos en los que, al parecer, siempre y en todo el hombre y la mujer respetaron la naturaleza. No basta con quedarse en la sonoridad de esas palabras que el nostálgico irredento considera mágicas: «Esto ya no es lo que era».

El problema de la frasecita de marras («esto ya no es lo que era») no es sólo —que también— la primera parte, porque podría discutirse si efectivamente algo «ya no es» o si, aun con dificultades, sigue siendo (y aquí el lector me perdonará el trabalenguas ontológico). El engaño suele estar más bien en la segunda parte de la frase, en el «lo que era». Porque perfectamente puede suceder que «lo que era» nunca haya sido, sino que la nostalgia (que, como ya se ha adelantado, es juguetona y creativa) haya echado las campanas al vuelo del pasado y que, engañada por su fuerza explosiva, haya encontrado allí lo que, en realidad, jamás existió. Lo diré con claridad: muchas veces, lo que era nunca fue.

Pondré dos ejemplos. El primero tiene que ver con la Antigüedad. Cuando en el debate público se advierten la demagogia y la burricie, uno puede recordar los momentos inaugurales de la filosofía. Se retrocede, recordando lo que no se vivió, a la Jonia del siglo IV a.C., y se contempla con admiración cómo nació el pensamiento. Podríamos entonces caer en ese grave error, que Copleston advierte, de suponer que los griegos fueran «felices y despreocupados hijos del sol, deseosos tan sólo de pasearse por los pórticos de las ciudades y de contemplar las magníficas obras de su arte o las proezas de sus atletas». No fue así. Los griegos fueron también conscientes del aspecto sombrío de la existencia, de la desmesura, de la voluntad de poder, del afán desenfrenado de autoafirmarse. Tan griega es la areté como la hybris. Cuenta Tucídides que, cuando los habitantes de Melos se rindieron ante Atenas, los atenienses mataron a todos aquellos que estaban en edad de llevar armas, convirtieron a las mujeres y a los niños en esclavos, y colonizaron la isla con sus propios colonos. Mucho arjé, pero allí no quedó vivo ni el Tato.

El segundo ejemplo lo tomo de Joseph Ratzinger. En su Introducción al cristianismo, el autor se pregunta qué significa la frase «yo creo» cuando la pronuncia un ser humano. Explica que entrar en ese «yo» de la fórmula del credo —y «transformar el yo esquemático de la fórmula en carne y hueso del yo personal»— es siempre una tarea ardua. Y, para ilustrar ese «siempre», acude a la Historia. Lo dice tan bien que tengo que transcribirlo: «Cuando nosotros, como creyentes de nuestro tiempo, oímos decir, quizás no sin cierta envidia, que todos nuestros antepasados de la Edad Media era, sin excepción, creyentes, haríamos muy bien en echar una ojeada  detrás de los bastidores, guiados por la moderna investigación histórica. Y ésta nos puede aclarar que también entonces había un gran número de simpatizantes, pero que eran relativamente pocos los que se había adentrado realmente en ese movimiento interno de la fe». Así que, en realidad, «lo que era» (una mayoría creyentes que encarnaban su fe) nunca fue.

Puede darse, por tanto, una suerte de añoranza de lo que nunca tuvo lugar. Por más que se empeñe la nostalgia, tampoco en el pasado es oro todo que reluce. Hay una dosis de irrealidad en algunos recuerdos. Si mirásemos «detrás de los bastidores», a veces nos daríamos cuenta de que no fue tal —o de que no fue tanta—la dicha que ahora consideramos perdida. Lo que pasa es que esa forma nuestra de rememoración nos consuela, aunque sea falsa. Nos encanta pensar que, como escribió Fontane, «desde que tenemos tren, los caballos corren peor».

Y eso que quizá jamás hayamos sentido cómo se agitan nuestros cuerpos al galope.