El pasado 22 de enero, el periodista Álvaro Sánchez León entrevistó al otro periodista y escritor Juan Soto Ivars. En dicha entrevista se habló de múltiples temas de conversación, pero una de las respuestas llamó poderosamente mi atención. Al ser preguntado Soto Ivars por el sentido de lo trascendente respondió que «me gustaría creer, pero no creo. El catolicismo me parece un edificio majestuoso y me encantaría vivir dentro, pero no tengo fe. Soy un ateo muy atípico». En efecto, qué duda cabe de la atipicidad atea de Soto Ivars y cuánto se agradece la honestidad a la que ahora yo mismo me siento obligado a corresponder. Por ese motivo, no quisiera que nada de lo aquí escrito se interpretara como una réplica o una crítica; ni siquiera se trata de una carta a Soto Ivars. Únicamente me parecería razonable que esto fuera recibido como un simple recordatorio, no tanto personal como general.
Bien podríamos referirnos a cualquier fragmento de la afirmación citada del periodista, pero quisiera centrarme en un aspecto muy concreto: «Me gustaría creer, pero no creo», porque tiene tanto de cierto como de incierto. Soto Ivars, consciente o inconscientemente, reconoce la fe como algo verdadero. En el condicional de su afirmación «me gustaría» se presupone la intervención de un tercero. Esto no es una opinión mía, sino una afirmación del periodista «el catolicismo me parece un edificio majestuoso y me encantaría vivir dentro». Sin duda, Soto Ivars reconoce la fe católica como algo bueno en sí mismo, además de un edificio majestuoso, quisiera vivir dentro de ella. Reconocemos, por lo tanto, dos rasgos sintomáticos: por un lado, el reconocimiento de algo bueno; por otro, el deseo de querer formar parte del mismo. Sin embargo, dice, «no creo», como antítesis. Es decir, el periodista —atípicamente ateo— reconoce, y así ha quedado demostrado, que para tener fe es necesaria la gracia de Dios de la cual él carece. Santo Tomás definió la fe como el asentimiento de la voluntad movida por la gracia de Dios. En este sentido, Soto Ivars camina con paso firme.
Sin embargo, llegados a este punto, hay algo que debemos matizar. Si bien reconocemos la fe como un don —inmerecido— no debemos olvidar la premisa primera de la afirmación del aquinate: el asentimiento de la voluntad. Cuando era entonces cardenal Joseph Ratzinger, ahora Papa emérito, en las diversas definiciones y apreciaciones que cabe hacer sobre la fe, la definió como la forma de situarse ante el ser, ante la realidad. Pero la realidad no es únicamente aquello que podemos apreciar a través de nuestros sentidos o mediante nuestra comprensión, como sí ha venido haciendo, contrariamente, el pensamiento moderno. ¿Qué significa, entonces, situarse ante el ser, que es aquello que no vemos ni apreciamos? Bien, podríamos dar un pequeño paso con el siguiente ejemplo. Supongamos que todos sabemos qué es el amor. Pero, ¿acaso podemos verlo en algún lugar?¿Podemos comprenderlo en alguien? La respuesta es no. No podemos ver el amor en sí mismo, pero sí su manifestación en una persona concreta: una madre acunando cuidadosamente a su bebé o un hombre realizando su trabajo con profesionalidad y alegría. Ni siquiera podemos comprenderlo. En la misma entrevista, Soto Ivars menciona que nunca había querido ser padre y, ahora que lo es, no imagina ser otra cosa. ¿Qué lleva al periodista a caer rendido a los pies de una criatura que no ha hecho nada por él, que apenas le deja dormir con su llanto desconsolado de madrugada, que importuna con su necesidad de ser aseado porque no puede valerse por sí mismo? Nada más que el ser mismo. Con la fe sucede algo parecido, porque guarda una íntima relación con el amor; que es aquello que no vemos y tampoco comprendemos. Dios es, también, esencialmente invisible. Situarse ante el ser significa atenerse a aquello que no vemos ni comprendemos, así que nuestra creencia parte ineludiblemente de la confianza. Y confiar, como amar, como situarse ante el ser invisible, parte necesariamente de una decisión concreta y prolongada a lo largo del tiempo. La fe es, por tanto, una decisión que se manifiesta cada día y es a través de esta permanencia en la que podemos llegar a comprender hasta el misterio que siempre nos supera.
Si esto es así, podemos afirmar que no basta esperar para tener una fe que deseamos. Tal vez la paradoja de la fe consista en moverse incansablemente para que nos encuentre. Una vez encontrados veremos con mayor claridad que no se trata tanto de entrar en edificios majestuosos como en habitar un pequeño palacio que se desmorona y, sin embargo, se sostiene; no se trata tanto de llamar a la puerta con una aldaba cincelada en oro sino, más bien, de abrir desde dentro al que llama.