La clase en el máster en el que imparto la asignatura de Grandes Libros ha tratado sobre el Cantar de Mío Cid. ¡Menuda historia! El héroe de la epopeya acaba de ser desterrado de Castilla por el rey. La culpa es de los «enemigos malos» que muertos de envidia han urdido la manera de quitarlo de en medio. El caballero no solo consigue recuperar el honor perdido, sino enriquecerse gracias a los botines de guerra y, sobre todo, reconquistar grandes plazas para la Cristiandad.
Dice Byung-Chul Han que cuando las narraciones nos acomodaban en el ser y nos hacían estar en el mundo, nos hacían sentirnos como en casa porque daban sentido a la vida y le brindaban sostén y orientación. Es decir, que cuando la vida misma era una narración, no se hablaba de storytelling, de narrativas o de relatos.
Una de nuestras dimensiones es la de homo narrans, pues se ha llegado a aventurar que el cerebro humano funciona narrativamente. Aunque en puridad, historia y relato pueden considerarse sinónimos, el cariz que ha tomado recientemente este último concepto nos hace pensar más bien en realizaciones distintas de una misma actividad. O al menos con finalidades diversas.
Las grandes historias, las que merecían ser contadas de generación en generación, tienen la capacidad, con su verdad literaria, de ser la expresión del modo de sentir de un pueblo y de una época. El Cantar de Mío Cid nos habla de una gesta castellana pocos años después de que el Rodrigo Díaz de Vivar histórico hubiera galopado a lomos de Babieca por campos de Valencia.
Esta narración crea una comunidad que se enardece cuando escucha al juglar —en las cortes, en los mercados o en las romerías— cantar las victorias de los caballeros. Funda el sentido de pertenencia a una nación que quiere recuperar sus territorios y se adhiere al héroe, fuente de virtudes, en su lucha contra el mal. Modela un ideal de referencia en el que mirarse y de este modo, el auditorio llora con el Cid, reza con el Cid y, con el del Cid, explota su corazón de alegría al abrazar a doña Jimena y a sus bellas hijas.
El relato que se construye con una finalidad interesada y efímera carece de verdad intrínseca. Se habla en esta época nuestra de ganar la «batalla del relato» y uno tras otro van sucediéndose cambios de registro que intentan colocarnos una verdad sesgada o mutilada, la que conviene, la que sirve para hoy, pero no para mañana y que incluso es capaz de afirmar sin ningún tipo de sonrojo lo que negaba no hace tanto. Y, aunque la memoria es narración, la narración de la historia que de manera individual, intransferible e íntima cada uno de nosotros conserva, se pretende también ganar la batalla de la memoria, con un nuevo relato, otro, el que convenga.
El relato suele estar construido (que no creado) también con intereses comerciales. Todo lo que se vende se cuenta, y depende de cómo se cuente que tanto se venda. Muchos productos se asocian a emociones o a la promesa de una experiencia que sirva para fabricar recuerdos. Y de nuevo comprobamos como el principio del utilitarismo exacerbado del relato degenera la esencia misma de los recuerdos, así como de la memoria.
El relato así producido no nos hace estar en el mundo, pues no nos identificamos con él, no crea referentes a los que imitar y así, no nos sentimos como en casa. Los personajes presentados son productos de diseño que no conectan con el deseo de los espectadores: no hay identidad con un héroe si no hay virtudes de las que beber. Este tipo de relato, del que las stories son un buen ejemplo, se erige no en torno a una comunidad, quizá más bien a una community y ya no hay un auditorio que escuche entusiasmado, pues el consumidor es solitario y en lugar de entonar canciones alrededor del fuego se conforma con la fría luz azul de una pantalla.
Las grandes historias, las que merecían ser contadas de generación en generación, las que dan sentido porque nos ofrecen orientación y sostén siguen ahí. Ahí los aceros legendarios para acabar con el mal que siempre acecha; ahí las plazas ganadas al infiel y el territorio recuperado palmo a palmo. Siguen ahí la prudencia del héroe y su valor, su fe en la justicia y la fortaleza (nada de resiliencia, seamos serios). Ahí esperan las oraciones de la esposa, la promesa del Arcángel, la fidelidad de sus mesnadas y el honor, del que en buena hora ciñó espada.