Si alguna celebración sagrada logra captar toda la identidad cultural del catolicismo en esta España nuestra, mediterránea y europea, es sin duda la Semana Santa. Dudo si la celebración de la Navidad le va de la mano, pero creo que sube un peldaño más esta Semana Mayor en las formas de vivir y expresar la fe.
Y es que en esta Semana, por toda España se vive la fe, se expresa la fe con una marcadísima dimensión emocional, sensitiva y física, que habla de los misterios de nuestra identidad y de nuestro catolicismo. Con una carga lúdica y festiva, celebrativa, de calles, luz, música y olor, de jolgorio y encuentro y trotar arriba y abajo —incluidas paradas de bares…— como muestra de cómo vivir la fe en católico y en mediterráneo.
Recuerdo hace un par de años un comentario similar del profesor Quintana Paz, a cuenta de una maravillosa pieza musical de sir John Tavener, que reflexionaba sobre lo corporal, lo sensorial, lo físico en la experiencia de la fe —siguiendo a Mario Perniola—. Sostenía que la mundanidad es una muestra de cómo se vive en católico la fe frente a otras experiencias cristianas o religiosas.
En su día me atreví a sumar una idea más: es imposible para los occidentales amar, gustar, sentir, experimentar, comprender algo si ese algo no tiene una dimensión real y física, corporal, mundana, carnal… y ese el misterio mismo de la Encarnación: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios, para que el Hombre conociese el rostro de Dios.
Emily Stimpson Chapman en su La mesa católica (CEU, 2021) con traducción de nuestra querida Aurora Pimentel, marca también claves similares profundizando en las relaciones entre alegría, comida y fe, en cómo lo mundano puede ser una expresión de esa fe y una vía de experiencia de Dios. Chesterton decía que en el catolicismo la cerveza, la pipa y la cruz —pint, pipe and cross— pueden ir juntas perfectamente. No hay amor, al final, sin corporalidad y disfrute.
Tenemos escenas en los evangelios de comidas, banquetes y excesos de los sentidos —el perfume de nardo con el que casi acaba el evangelio de Juan, las bodas de Caná con el que casi comienza el evangelio de Juan— que acaban en la misma última Cena, quedando el Señor en sacramento de pan y vino. Al que acusaron de comedor y bebedor, de no ayunar, de banquetear en su vida, de andar con malas compañías, se quedó con nosotros desde el alimento, la comida, el pan y el vino que nutre la vida y alegra el corazón.
Para dar un poco más de luz a esto de la mundanidad, la sensorialidad de la fe, vino en mi ayuda Javier Gomá, el filósofo, con un tuit que anoté hace tiempo y que me sirve para completar mi tesis: «La alegría es el sentimiento de saberse poseedor de algún bien».
Y es que la experiencia de la Semana Santa para el común y corriente de los mortales de esta España nuestra es una experiencia de alegría porque se posee un bien. Esos anhelos de vacaciones y esas experiencias de libertad, esos días vacantes de playa o de calles, o de caminatas de monte, aun incluso sin referencia expresas a lo religioso, son manifestaciones de la celebración de los días santos de la fe, alegría por un bien. Ya si además sumamos funciones religiosas, procesiones o celebraciones, mucho más evidentemente. Que la fe sea un bien, es central en esta comprensión, porque a cuenta de la fe, hasta el no creyente disfruta del alegre tiempo vacante.
La alegría —demasiadas veces hemos encerrado lo cristiano sólo en la pasión, la muerte y el dolor— es expresión de la fe y la esperanza y el amor que nacen de la Resurrección. Sabemos que ese Cristo que sufre en estos días —esa pasión que escuchamos el Domingo de Ramos..— no tiene como destino final la muerte, el sinsentido, el dolor y la nada. Hay un amor más grande y más fuerte que todo dolor: El mismo Dios, que lo salva de la misma muerte para darle la vida plena de la Resurrección.
Y sabemos que es el primero de los resucitados Jesús, pero que tras él van todos los que le escuchan y le buscan y caminan levantándose siempre. Sabemos que también nosotros nos llenaremos de la vida plena el día de mañana. Sabemos que mientras tanto, aunque nuestro camino tenga caídas, dolor, sufrimiento, no es nunca la muerte y el llanto los que tienen la última palabra. Sabemos que si algo no ha terminado bien, es que aún no ha terminado. Vivimos de esperanza y la esperanza es la mayor fuente de alegría posible.
Por eso vivir de modo emocional, sensitivo y físico estos días, con una carga lúdica y festiva, celebrativa, de calles, luz, música y olor, de jolgorio y encuentro y trotar arriba y abajo —incluidas paradas de bares…— es muestra de cómo vivir la fe, de cómo vivir lo sagrado, lo católico, lo cristiano, también en Semana Santa, de cómo llenarse de alegría.