Volví a encontrarme a Ulises en la octava bolsa del octavo círculo del Infierno, cuando, en el canto XXVI de la Comedia, le cuenta a Virgilio su último viaje, el más triste. Al parecer, su odisea no había sido suficiente, y «ni el cariño de un hijo, ni el afecto de un padre anciano, ni el amor debido a la devota dicha de Penélope» pudieron aplacar su deseo ardiente de conocer el mundo. Así que el de Ítaca, fértil en recursos, reunió a los pocos hombres que aún se fiaban de él y navegó con ellos hasta el estrecho de Gibraltar («allí quedaba a mi derecha mano Sevilla, y a la izquierda dejé Ceuta»).

Pero como aquello también debía de ser poco para el héroe de culo inquieto, Ulises arengó a los tripulantes de su nave: «No renunciéis, en el escaso tiempo que nos queda de vida, a la experiencia de conocer el mundo no habitado que a la espalda del sol está esperando». Y, como el griego era persuasivo, allá que se fueron todos, «con loco vuelo siempre a la izquierda».

Fueron cinco meses de gozosa navegación, hasta que «la alegría se volvió llanto»: se levantó una tempestad, el barco giró tres veces y, a la cuarta, «el mar se cerró sobre nosotros», que es tanto como decir que la nave se hundió y que todos se fueron definitivamente al carajo (o, si se prefiere, al Inferno).

Es un final tremendo para quien, como explica Bellamy, testimonia «lo que nuestros esfuerzos humanos desean alcanzar: no el cambio continuo, sino una vida salvada y para siempre». La Odisea, esa aventura larga y agitada, nos había mostrado que no estamos hechos para la inmovilidad (de ahí que Ulises no se quedara en la isla de la bella ninfa Calipso, algo que, en principio, no era una mala opción), pero tampoco para el movimiento perpetuo (por eso Ulises concentró todo su coraje en la tarea de regresar al hogar, desoyendo, literalmente, los cantos de sirenas). Así que, una vez en Ítaca, podríamos dedicarnos ya al disfrute de la salvación, tranquilos en casa como buenos lectores de Pascal.

Pues no. Erre que erre, buscamos la revolución, la ruptura o cualquier otro rancio remedio que designe la experiencia constante. Cuando dejamos que la niebla caiga sobre nuestra Ítaca, pretendemos intensificarlo todo al ritmo frenético de las «experiencias». Queremos una navegación perpetua. Disponemos de poco tiempo. ¿Por qué detenerse? El silencio, también el del océano, incomoda e interpela. Mejor seguir adelante, aunque el rumbo no esté claro. No queremos ir mar adentro; se trata de moverse sin más, aunque sea virando en redondo una y otra vez. ¿A quién le puede importar el puerto de destino cuando es tanta la emoción de la singladura?

Zena Hitz, en Pensativos, pone el dedo en la llaga: «Trabajar por trabajar no tiene sentido; debería culminar en algo más. Pero no nos parece que no tenga sentido por la emoción de nuestra propias acciones y experiencias». Eso es. La vida mana a borbotones. Nos dejamos llevar por el remolino impetuoso de las muchas cosas por hacer. Hacemos listas infinitas de tareas pendientes (hasta de lecturas pendientes, porque la ansiedad se cuela por doquier). La acción nos arrebata y el deseo de sentir (a veces disfrazado de un falso afán por conocer, que conviene desenmascarar) nos consume. Querríamos darle un sentido al trabajo, pero estamos más pendientes del salario y del estatus que del propósito que debiera alimentar cada minuto en la oficina o en el taller. No es casual que uno de los libros de David Graeber se titule Trabajos de mierda.

Nos pasa con otras cosas. También, por ejemplo, con las ganas de conocer el mundo. Queríamos viajar, pero es tanto el flow —y todo tiene que ser tan trendy y tan cool—que dejamos de ser viajeros y nos convertimos en turistas. Atrapados en la superficie de las cosas, el tiempo nos devora. Podría sucedernos lo mismo que al segundo Ulises que imaginó Dante: que el turbión hunda la proa y que el mar nos dé un abrazo fatal.

Podría suceder, pero no sucederá. Ni la esperanza se oxida ni hay cosa que anegue nuestro anhelo de volver a casa. Habrán de callar, pues, los portavoces del Averno. Porque siempre podremos regresar a Ítaca, aun después de haberla despreciado.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).