Como vuelvo a asomarme a LA IBERIA, me permitirás que te cuente algo personal. Descuida: ni es nada íntimo ni tiene nada de extraordinario. Se trata, sin más, de un dolor de espalda. (Y vaya por delante que todo cuanto sigue no es nada —y menos que nada— si se compara con esos dolores en verdad severos que tantos padecen). Comenzaron las molestias en la zona cervical hace una semana, sin otra causa conocida que no sean los tres peldaños que me separan de los cincuenta. No me di un golpe, y no hice un esfuerzo insólito. Intenté aguantar el tipo durante tres días, pero al cuarto, notando que, como una sombra, el dolor se había extendido por el brazo y por la mano derechas, fui al médico. «Una contractura con irradiación. Te ha dado fuerte», diagnosticó la doctora mientras, embozada, me prescribía un antiinflamatorio y un relajante muscular.

Durante los tres primeros días tomé los medicamentos con una fe cuasi religiosa, pero la cosa no mejoraba. El dolor seguía bajando, hasta llegar al hormigueo en los dedos (sobre todo en el índice, que, despistadísimo por el dolor agudo, a nadie acertaba a acusar por todos mis males). Al parecer, tampoco mi cara podía disimular las incomodidades. Como a casi todos los hombres (y a muy pocas mujeres), se me desencaja el rostro en cuanto el dolor persiste. «Se te nota compungido», resumió una de mis hijas con verbo galdosiano. «Hasta te cambia la voz: hablas bajito, como si estuvieras recitando un salmo», sentenció mi mujer con un dulce retintín esponsal.

Los siete años de nuestro hijo pequeño también se dieron cuenta de que yo no estaba para muchos trotes. Ni para jugar el tenis, ni para mover una mesita del salón. Tampoco para enfrentarse a las olas del mar. Así que me preguntó a bocajarro por el sentido del dolor. «¿Pero por qué Dios quiere que te duela?». Rebuscaba en mi cabeza una explicación breve («preguntas de un minuto, respuestas de un minuto», se aconseja), pero él mismo aventuró la siguiente respuesta: «Ah, es Dios, que te está entrenando… para cuando seas viejo». Me hizo pensar (y reír) el argumento, y me consoló que piense que aún no he llegado a viejo.

Luego, el mismo día, se dio una circunstancia literalmente providencial. Entre los buenos libros que no había catado aún estaba el Libro de la vida de santa Teresa de Jesús, y estos días me aplicaba yo a él. Lo tomé por donde lo había dejado el día anterior. Capítulo 7, apartado 16, donde cuenta la enfermedad que padeció el padre de la santa: «Fue su principal mal de un dolor grandísimo de espaldas, que jamás se le quitaba; algunas veces le apretaba tanto, que le acongojaba mucho. Díjele yo que pues era tan devoto de cuando el Señor llevaba la cruz a cuestas, que pensase Su Majestad le quería dar a sentir algo de lo que le había pasado aquel dolor. Consolóse tanto, que me parece nunca más le oí quejar». Mano de santa.

Y, para rematar la argumentación —y, con ella, el consuelo—, de madrugada leí en Xwitter una frase atribuida a Léon Bloy (y me cuadra la autoría, porque este tipo de ideas intensas suelen ser suyas): «En el corazón del hombre hay lugares que aún no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor».

Quizá uno de esos lugares —apenas un hueco— sea precisamente éste en el que ahora estamos tú y yo: los dos con algún dolor (yo qué sé: una contractura familiar, una ciática en el alma, una herida en la memoria), pero buscando cualquier cosa (una broma, una palabra, una mirada) que nos permita irradiar alegría. Porque es a eso —y no a quejarnos— a lo que hemos venido.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).