Se dicen muchas cosas sobre la ignorancia, pero mi favorita es su equiparación con la felicidad. Por mi desacuerdo con ella. Y es que una cosa es la felicidad —la ausencia de la tristeza— y otra cosa es la ignorancia —la ausencia de conocimiento—, y de ninguna manera, aunque se pretenda vender lo contrario, «conocimiento» y «tristeza» son sinónimos. Sin embargo, ya sea por comodidad o por desapego a la realidad, esta falsa asociación ha calado con éxito en nuestra sociedad.
Así es como, por ejemplo, la mayoría de los ciudadanos legos en economía reciben con júbilo, entre aplausos y sonrisas, la inyección de 9.000 millones de euros para paliar una inflación que se antoja imposible de contener si tenemos en cuenta que España carece de divisa propia y que los tipos de interés no dependen del Banco de España. Pero ¿qué importa eso? ¡lo importante es ser feliz y sonreír! ¿Quién quiere un libro cuando una sonrisa combina con todo? Ya se lo decía Ellsworth Toohey a Peter Keating en El manantial, de Ayn Rand: «¿Te has dado cuenta de que los imbéciles siempre están sonriendo? La primera vez que el hombre frunce el ceño es la primera vez que Dios le toca la frente. El toque del pensamiento. Pero no tendremos ni Dios ni pensamiento. Sólo votaremos con la sonrisa. Palancas automáticas, todas diciendo que sí».
La felicidad disfrazada de ignorancia, unida a la facilidad y rapidez con la que se consigue que, gracias a las redes sociales, la opinión pública se muestre en tiempo real a favor o en contra de una determinada medida política o de una particular propuesta legislativa nada más anunciarse, crean la atmósfera óptima para que los populismos se desarrollen. En efecto, por la inmediatez, las personas ya ni consultan motu proprio el contenido sobre el que existe una determinada controversia ni realizan una reflexión interna sobre ello, sino que, directamente, asumen el resumen sesgado que han leído en un tweet de 280 caracteres o en una imagen de 600×400 píxeles.
Un ejemplo reciente lo encontramos en el titular que se llevó este fin de semana el premio a la desinformación: «El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha derogado el derecho al aborto», cuando, en realidad, lo que tuvo lugar no fue un pronunciamiento sobre si el aborto se debería prohibir o permitir, sino que fue una reinterpretación de la constitución en el sentido de que la competencia le corresponde a los distintos Estados. Pero un titular así ya no sería digno de tantos clicks, de modo que así fue cómo todas las hordas estuvieron al unísono haciéndose eco de un bulo. Al más puro estilo hooligan, con la trivialidad propia de quien tiene que elegir entre playa o montaña, me apuesto lo que sea a que quienes se posicionan ciegamente a favor del aborto, sin apenas titubear, poco o nada se han replanteado acerca de sus implicaciones a todos los niveles.
Por desgracia, en los tiempos que corren el aprendizaje no interesa, sino que lo verdaderamente atractivo es la alienación de las mentes de los individuos y la destrucción del espíritu crítico. No me cabe duda de que en esta carrera va ganando el quedarse en lo superfluo. Ha vencido la no profundización que realmente se necesita para una comprensión adecuada de las realidades tan complejas que se nos presentan. El carácter de verdadero lo acaba adquiriendo aquello que más shares tiene o, lo que es lo mismo, aquello que más se repite. Es decir, a base de reiteración, los dogmas más obsoletos se terminan convirtiendo en verdades absolutas, a pesar de que la realidad no se canse de demostrar que las soluciones simplistas a los grandes problemas están destinadas al fracaso.
Continuamente recibimos mensajes que pueden ser veraces o no, pueden ser malintencionados o no, pueden intentar manipularnos o no, pueden ser una media verdad o, directamente, una falacia. Desde luego, pecaríamos de inocentes si creyésemos que todos los mensajes que recibimos son bienintencionados y que no tienen ninguna finalidad u objetivo político que cumplir. La única forma de detectar tales engaños no es otra que la observación y el análisis por parte de cada uno de nosotros, pues nadie más debe realizar esta tarea, ya que de lo contrario estaríamos hablando de censores al más puro estilo fact checkers, que tanto atentan contra la libertad de expresión.
En definitiva, la finalidad no ha de ser otra que nuestra propia búsqueda de la verdad donde resulta crucial el sometimiento a examen de los mensajes recibidos para que surjan dudas y entre en juego la razón por muy seductora que sea la calidez que nos ofrece el seguir a la opinión mayoritaria.
Aquellos que no tienen sed por el saber aseverarán que la ignorancia es felicidad, pero están muy equivocados: la ignorancia es indefensión y el conocimiento es poder.