Recordé hace unos días una película en unas circunstancias que, ay, no recuerdo. Me suele pasar. Mi despiste llega a límites insospechados, como aquella vez que olvidé un libro en el bolsillo de mi bata. Tardé, claro, un día entero en averiguar dónde había puesto el dichoso texto: cuando al despertarme volví a vestir la prenda mañanera.

En fin, el largometraje que me vino a la cabeza en no se qué contexto fue Historias de la radio (1955), protagonizada por actores patrios celebérrimos como Francisco Rabal, Margarita Andrey, Alberto Romea y José (Pepe) Isbert, dirigidos por la batuta cinematográfica de José Luis Sáenz de Heredia.

La película explora tres historias con un curioso elemento en común: la radio. Ese maravilloso cachivache que tantas horas de entretenimiento e información nos ha dado es, realmente, el protagonista indiscutible. Durante poco más de hora y media, el espectador se sumerge en una serie de situaciones perfectamente enlazadas entre sí por este aparato sonoro: dos estrafalarios inventores que necesitan dinero para patentar una pieza fundamental para su novedoso artilugio, un ladrón que contesta a la llamada de un programa de radio mientras está robando en una casa y un chiquillo enfermo oriundo de un pequeño pueblo de la sierra madrileña cuyo costoso tratamiento sólo es posible en un país escandinavo de la mano de un egregio doctor.

El argumento de la película, la cual recomiendo fervorosamente —mi abuela me la proyectó en mi infancia y sigo viéndola de vez en cuando para disfrutar de buen cine y soltar varias carcajadas—, me llevó a pensar en, precisamente, las historias habituales de nuestro día a día con otro artefacto por testigo cuya utilización ronda los cientos de miles de usuarios en ciudades como Madrid o Barcelona: el metro.

Es en el metro donde los habitantes de las grandes ciudades solemos pasar largas horas de camino al trabajo, la escuela o al encuentro con los amigos. Salvo algunos afortunados cuyos vehículos logran cumplir con las cada vez mayores restricciones municipales para, por ejemplo, ir al centro de Madrid, el resto de los mortales debemos recurrir con frecuencia a este otro medio de transporte. Ojo: no pretendo con ello desprestigiar al metro madrileño. Todo lo contrario: es una suerte poder transitar grandes recorridos en tan poco tiempo, aunque quizás deberíamos preguntarnos si hacer una vida en varias decenas de kilómetros a la redonda está realmente hecha a la medida humana o si, por el contrario, las distancias más acordes a la naturaleza del hombre son las de las pequeñas capitales de provincia. Aunque esto da para otro artículo.

Volviendo al modo de desplazamiento por excelencia de las ciudades metropolitanas, los vagones del metro dan lugar a situaciones de lo más cómicas, agradables o desafortunadas. Es normal que el espacio donde pasamos una parte significativa de nuestra jornada sea escenario de nuestra humanidad en sus diferentes manifestaciones.

En mi caso, usuario diario, me encuentro con muchas escenas para reír, dar gracias o rezar para que no vuelvan a ocurrir. Me viene a la cabeza uno de esos momentos donde lo mejor que puede hacer uno es sonreír para sus adentros: cuando una madre le dijo a su hijo, sin ruborizarse, casi a voz en grito que «mira, se parece a Harry Potter». Yo, el caricaturizado, estaba leyendo justo enfrente, a ni siquiera un metro de distancia. Mi reacción no pudo ser otra que continuar sumergido en las páginas de El Sr. Marbury, de mi amigo Alfonso Paredes, cuyo personaje estoy seguro de que reaccionaría a tal eventualidad con un ensordecedor silencio e, incluso, agradeciendo para sí poder ser útil por sacarle una mueca alegre a un desconocido estudiante camino del colegio. ¿Grosería? ¿Gracia? Me lo tomé como un cumplido, aunque puestos a elegir parecidos razonables prefiero el retrato serio e imperturbable del talentoso Shostakóvich cuando apenas contaba 20 años.

En otra ocasión, mientras iba rezando el rosario en el metro, atisbé a pocos asientos de diferencia, en diagonal, a un caballero entrado en años. Iba elegantemente vestido: castiza teba ocre, corbata lisa de color rojizo, pantalones con raya, abrigo largo sacado de una película de los 50 y paraguas negro con señorial mango de madera. El hombre también rezaba las cincuenta avemarías con rostro sereno y mirada fija al frente. Era de los pocos, junto a servidor, que no giraba su cuello hacia el teléfono móvil, imagen frecuente. ¡Cuántas historias y anécdotas nos perdemos por no elevar la mirada!

Y ya para acabar, esos gozosos momentos en el subterráneo: los encuentros inesperados con amigos, familiares y conocidos donde entre estación y estación compartimos novedades, recuerdos o ligeras conversaciones. De esos, a Dios gracias, los hay a montones. En definitiva, la clave, claro, está en tomarse el tiempo en el metro como un viaje lleno de posibles aventuras y sucesos fortuitos y no un mero traslado de una localización a otra. En vivir con el «asombro primitivo (…) de pasmarse cada día ante el misterio de que, pudiendo no existir, existamos» del que habla al Sr. Marbury uno de sus muchos amigos.