Ser libre consiste actualmente en contemplar cómo la vida discurre como queremos, según la habíamos planificado. Vivir es una checklist llena de propósitos, en la que ponemos a prueba la fuerza y el poder de nuestra voluntad. Admiramos a las personas que han conseguido sus sueños y nos encanta escuchar testimonios de superación. En cambio, todavía no he encontrado un bestseller —os animo a que me ayudéis— que narre la historia de un fracaso. Vivimos en una época que tiene miedo a reconocer que la vida a veces no sale como uno esperaba, que hay batallas perdidas que sólo se ganan aceptando sus derrotas. Buscamos dominar nuestro destino y nos resistimos a aceptar que la vida nos sobrepasa y que apenas tenemos control sobre ella.

Nos han hecho creer que las cosas se consiguen deseándolas mucho. Todo es cuestión de firme voluntad. La semana pasada, me llamó la atención en la revista ¡Hola! —la prensa rosa es un termómetro existencial infalible— el siguiente titular de una entrevista: «Yo creo que la felicidad es una opción de vida y yo he optado por ser feliz». Vamos, que si no eres feliz es porque no quieres. La felicidad es una elección que implica una conclusión comprometida: sólo uno es responsable de sus fracasos y desgracias.

Confiamos plenamente en nosotros mismos. Por eso cualquier imprevisto nos desespera, cualquier cambio inesperado nos conduce a la frustración y a la creencia de que el mundo conspira en nuestra contra. Para muchos la vida es una decepción cuando descubren que no son tan dueños de sí mismos como les habían prometido.

Hemos divinizado la voluntad hasta tal punto que nos creemos en el derecho de cambiar nuestra condición y nos quejamos insistentemente de aquellas realidades que nuestra voluntad todopoderosa no ha elegido: el nacimiento, el nombre, el sexo, los padres o Dios. Algunos, por ejemplo, se lamentan de haber nacido y reprochan a sus padres su decisión de engendrarles en un mundo hostil. Otros rechazan la tradición y buscan deconstruirla para liberarse de las cadenas del pasado, pretendiendo adueñarse de una visión ahistórica y libre de prejuicios —este es, por cierto, el peor de los prejuicios. Y otros desconfían de la biología, que nos encasilla en una realidad binaria y aprisiona nuestro espíritu. El hombre moderno es un ser insatisfecho que no acepta sus limitaciones y se esfuerza de forma obstinada en superarlas porque cree es la única manera de ser libre.

Dicen que la posmodernidad no cree en nada, pero en el fondo tiene la esperanza de aniquilar lo heredado y conseguir una voluntad autosuficiente. Qué bonita suena hoy la palabra «autorrealizarse». No me extraña que después nos sintamos tan solos. La fe en una voluntad indeterminada conduce inexorablemente al vacío, porque no hay razón para elegir una opción sobre otra. Cualquier decisión implica un compromiso y una reducción de la libertad. Por tanto, solo cabe la angustia frente a la nada y la libertad, como intuyó Sartre, se vuelve una experiencia insoportable.

Esta comprensión del ser humano, como voluntad libre de determinaciones, también se refleja en la política. Quiero algo y exijo que se garantice mi deseo. Por ejemplo, si quiero criar a mi hijo a través de la gestión subrogada, inmediatamente tengo derecho a ello. Cualquier deseo demanda un derecho y este no necesita más justificación que el deseo. Así, los derechos proliferan conforme los deseos se multiplican. Lo gracioso del asunto es que estos deseos, que exigen estar amparados por la ley, no implican responsabilidad para con los demás. Pascal Bruckner en La tentación de la inocencia describe muy acertadamente esta paradoja entre querer sin impedimentos y garantizar mediante el derecho este deseo: «Queremos que esta sociedad nos proteja sin prohibirnos nada, que nos cobije sin obligaciones, que nos asista sin importunarnos, que nos deje tranquilos, pero nos envuelva en las densas redes de una relación afectuosa. Resumiendo, qué esté ahí para nosotros sin que nosotros estemos ahí para ella. Déjame en paz, ocupaos de mí».

En definitiva, hemos olvidado que el afán por dominar la vida y la aspiración a una voluntad vacía nos conduce a la pérdida de la propia apertura a lo real. El hombre libre —dice Fabrice Hadjadj —no es quien remite todo a sus apetencias, sino quien se deja hacer, y acoge y se abre al mundo que viene. Los griegos sabían que su destino estaba en manos de los dioses, una idea que, salvando las diferencias, resurge en el cristianismo a través de la providencia. Siempre existió esa tensión entre la libertad humana y la voluntad divina. La Biblia está repleta de estas historias, como el pecado de Adán y Eva, la Anunciación o la aceptación del misterio de la Cruz.

En un mundo donde se han depositado las esperanzas en el propio sujeto, la aceptación de la voluntad divina es una experiencia incomprensible que se asocia erróneamente a la sumisión y la servidumbre. Por eso el moderno, que no entiende que hay más voluntad que la suya, convierte la religión en terapia, en una herramienta que le ayuda a estar bien consigo mismo. Se sirve de Dios para seguir obedeciendo a sus apetencias.

Dice un conocido refrán judío que si quieres hacer reír a Dios, lo mejor es que le cuentes tus planes. La libertad cristiana comienza por acoger la voluntad de Dios. Ante una desgracia o un acontecimiento indeseable, decíamos que la única respuesta del hombre actual es la queja, la incomprensión y la rabia. ¿Por qué a mí? ¿Qué hecho yo para merecer esto? El cristiano, en cambio, el sufrimiento le abre un horizonte nuevo, la posibilidad de acogerlo con alegría, o al menos con serenidad. Es en esta lucha entre la resignación y la aceptación donde nos jugamos el cielo. Es en ese silencio interior donde clama nuestra libertad.

Pablo Gasull
Periodismo y Filosofía de formación, trabajo en la consultora de comunicación PROA y hago entrevistas en CFA Society Spain. Tengo dos manías: leo libros en papel y me encanta subrayarlos. Reacio a las verdades absolutas, pero aliado de las firmes convicciones. Feliz en alta montaña, agradezco el silencio y averiguar los nombres de los árboles.